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Reportaje:

Vilanos de papel

La biblioteca de Daniel Devoto, yerno de Valle-Inclán, s e subasta a partir de hoy en la sala Fernando Durán de Madrid

Andrés Trapiello

Una biblioteca personal no es una suma de libros, como acaso lo son muchas bibliotecas públicas. La biblioteca que alguien ha reunido a lo largo de los años se parece sobre todo a su propia vida. Lo que uno ha sido tanto como lo que no ha podido ser. Desde fuera tal vez se vea como un laberinto, uno de esos prestigiosos arcanos literarios, pero al acercarse a él encontramos que es lo más parecido a un pequeño, asequible y hospitalario oasis.

No se sabe por qué razón, algunos cuando buscan una imagen de los estragos del tiempo piensan en primer lugar en el polvo de los libros y en sepulcrales espacios comidos por los ácaros, cuando lo cierto es que pocos lugares habrá más amenos, transitados y sorprendentes, si son fruto de la inteligencia y la tenacidad. Éste fue sin duda el caso de la biblioteca de Daniel Devoto, que ahora se subasta, seis años después de su muerte. En muchos de sus volúmenes los futuros compradores se encontrarán este ex libris: "El fruto pasa, el árbol queda". ¿Una biblioteca es fruto o árbol? Con una subasta por delante es difícil aventurar la respuesta. Lo probable es que sea ambas cosas, árbol mientras permaneció reunida, fruto en la dispersión, como los vilanos, camino de otras bibliotecas y otros árboles.

Devoto, que nació en Buenos Aires en 1916, fue mucho más que ese investigador contratado en París por el CNRS (Centre Nacional de la Recherche Scientifique) a mediados de los cincuenta. Era historiador y musicólogo, y narrador, poeta y editor y... marido de Mariquiña del Valle-Inclán, la niña que sentada a las rodillas de don Ramón pone en una conocida fotografía la nota pagana, como si en sus luengas barbas de chivo el escritor hubiera clavado una margarita tardía.

Se ve que la de Devoto era una biblioteca de trabajo, y por tanto vivida, leída, releída y estudiada. ¿Cómo se sabe? Como se saben estas cosas, por olfato... y por el roce de los libros, en rústica la mayor parte o en encuadernaciones de batalla. Sus veinte mil volúmenes (una buena parte de los cuales son de literatura hispanoamericana, española y francesa del siglo XX; otra de música y partituras, y otra de libro antiguo) nos hablan de su mucha afición pero también de unos recursos económicos restringidos. Presumía de haberlos comprado por cuatro céntimos en librerías de pobre más que de viejo, rastros humildes y almonedas desportilladas. Los demás se los regalaron los autores. Ni siquiera cuando se trata de libros antiguos (y entre ellos hay algún que otro incunable), hacen ostentación. Es, sí, lo primero que salta a la vista: no es una biblioteca de postín (ya sabéis, de alguno de esos bibliófilos que coleccionan libros como el sultán mujeres, con más afición a mirarlas en el harén que a otra cosa).

¿Por qué siendo la suya una biblioteca modesta, digamos, es tan extraordinaria y ha podido ser tan codiciada? El tiempo ha jugado a su favor. Hace 50 años nadie podía imaginar que por una primera edición de los que eran amigos o conocidos suyos llegaría a pagarse tanto como por las de Góngora, Lope o Calderón. Ya en vida habían coqueteado con la idea de la venta. A un librero amigo que les ofreció una millonaria suma, le dijeron lo que dicen quienes en el fondo se resisten a vender: "Sí, no, ya veremos". Claro, no hay veinte mil libros maravillosos en ninguna biblioteca por lo mismo que nunca existieron once mil vírgenes, pero nos quedan, sí, unos cientos, raros, preciados y buscadísimos ejemplares, a veces inexistentes, como los primeros de Lorca, de Borges o de Neruda, hoy tan cotizados como los de Baudelaire, Pound o Maiakovski. Y los de Guillén, Salinas, Huidobro, Bergamín o Alberti, quien en una de las dedicatorias multicolores que salen a la venta llamó a Devoto "ángel músico y barbado". Y tantos, desde Macedonio Fernández a las raras y exquisitas plaquettes de Molinari, desde las cartas a él dirigidas de Gómez de la Serna, Neruda o Cortázar, amigo de la pareja, a las de Massenet o Gounod a otros.

Ciertamente, en una subasta hay algo triste. Es una exhumación, desde luego, pero no les quepa duda: llenará de contento legítimo a más de uno. He oído a un bibliófilo que le decía a otro, a propósito de esta venta: cuando veas las barbas de Valle a pelar, pon las tuyas a remojar. Y sin embargo, nadie seguramente fue más feliz que Devoto, reuniendo esos miles de libros. El bibliómano hace castillos de arena en la playa, decía Abelardo Linares cuando hace diez años compró un millón doscientos mil libros en el Bronx. Que el mar los disperse luego, da lo mismo. Puede que, como decía Góngora, "la erudición engaña", pero en lo demás se equivocó Góngora estrepitosamente: el mar, como la vida, es sordo, y viene y se va y vuelve sin importarle nada.

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