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Columna
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Payasos

Se puede leer en los Diapsálmata de Kierkegaard: "Sucedió una vez en un teatro que se prendió fuego entre bastidores. El payaso acudió para avisar al público de lo que ocurría. Creyeron que se trataba de un chiste y aplaudieron; aquél lo repitió y ellos rieron aún con más fuerza. De igual modo pienso que el mundo se acabará con la carcajada general de amenos guasones creyendo que se trata de un chiste". Si sustituimos ahora el mundo -o el teatro, para adecuarnos más a los hechos- por Euskadi, y si tenemos en cuenta que la categoría payaso es fruto espontáneo de la necesidad de los espectadores, habrá quienes piensen que el aforismo del danés puede servir perfectamente para nuestro caso. También entre nosotros los espectadores parecen reírse del payaso que les anuncia la catástrofe, o bien llaman payaso a quien así les habla, lo que para los efectos viene a ser lo mismo. Euskadi, dicen, es un país próspero y feliz, y no es conveniente magnificar algún que otro costurón que se resolverán con el tiempo. Ante tanta satisfacción, la alarma del payaso sólo puede provocar la risa o el cabreo, reacción que ofrecerá motivos a aquél para denunciar la estupidez del respetable. Ahora bien, un teatro se quema en pocas horas; el mundo necesita unas pocas más, y un país también. El tiempo en llamas salvará la dignidad del payaso y ahumará la risa de los espectadores. La profecía que arde recogerá, como mucho, división de opiniones, si no condena al payaso al ostracismo o a algo peor.

Entre nosotros hay también quienes anuncian la catástrofe. No es mi intención llamarlos payasos -tendría que incluirme- porque no creo que lo sean. Hablan de un incendio que no se quiere señalar, no profetizan, están viendo las llamas, y ese incendio es real. El hecho de que no queramos señalarlo no significa que no lo veamos. Lo vemos, pero disentimos en su magnitud, en su alcance, en su duración y perduración mismas. Como nos valemos del trueno para medir la distancia a que ha caído el rayo, así usamos nuestras vidas como instrumento de medida para calibrar la magnitud de ese incendio, y hasta llegamos a pensar que con ellas, con el mero hecho de vivirlas, acabaremos sofocándolo y apagándolo. A esta última actitud la podemos llamar acomodo. Vivimos en el incendio, y nos movemos entre quienes se creen capaces de apagarlo con su vivir cotidiano y quienes nos advierten a diario de que nos quemamos. A quien está absolutamente convencido de lo primero, lo que anuncia el segundo puede llegar a resultarle molesto. Y para evitar equívocos, aclararé que al hablar de unos y de otros me refiero sólo a los no nacionalistas de esta nuestra comunidad. Los nacionalistas están libres del fuego, o quizá sea más exacto decir que son el fuego, no sin añadir a continuación que el fuego sólo deja, una vez consumido, cenizas.

No cabe duda de que entre nosotros ha existido, existe, un sueño etnicista para imponer un modelo de comunidad que deja fuera a todo aquél que no se ajuste al perfil establecido. Las fanfarrias de cencerros de los zanpantzar suelen ser el heraldo de la horda y la imagen más ajustada de su ideal primigenio. Tampoco cabe duda de que ese sueño etnicista halló su camino expedito gracias a unos blasones victimistas que encontraron buen acomodo en una población afligida por una autoinculpación histórica, y gracias también a la existencia de una banda terrorista dispuesta a recordarle a ésta su deuda y sus deberes. Con el único límite de una legalidad siempre puesta en cuestión, lo que parecía cargarlo de razón y añadir culpa a quien no estuviera de su parte, ese sueño etnicista ocupó el poder y ha podido actuar a sus anchas. Con tantos elementos a su favor, los logros obtenidos han sido, sin embargo, más pobres de lo esperado, lo que me lleva a pensar que algún mérito tendrá en ello esa población silenciosa que ha sabido hacer de su acomodo un instrumento de supervivencia.

Baste como ejemplo lo ocurrido con nuestra política lingüística. Siempre me asombró que el deseo de convertir en euskaldunes en el menor tiempo posible a las tres cuartas partes de la población, tratando de imponerles una lengua difícil, no hallara casi resistencia: no tuvo ninguna. Sin embargo, esa política ha fracasado, y ha sido así porque la población ha sabido adaptarla a su acomodo, a una realidad que ya no acostumbra a colgar cencerros de los árboles. Que esa adaptación no se ha hecho sin sacrificios es evidente, tanto como que también ha dejado sus víctimas. Aún quedan por calibrar algunos daños sociales irreparables y por prevenir las consecuencias de futuros embates. No nos riamos de los payasos que nos los anuncien. Ellos y los acomodados se necesitan, en realidad, mutuamente.

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