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IV Congreso Internacional de la Lengua Española
Columna
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Gabolatría y gabofobia

Se cuenta que hace poco Gabriel García Márquez invitó a comer en su casa de México a un grupo de amigos para festejar algo que por lo general los escritores no celebran: llevaba dos años sin escribir un solo párrafo. Su primer retiro, hace casi un decenio, fue declararse "reportero en reposo" y abandonar el periodismo. Después, como si quisiera llegar paso a paso al silencio, decidió jubilarse también como novelista. Hay personajes suyos que al final de sus vidas se van quedando callados a la sombra de un árbol. Afortunadamente, García Márquez no ha dado este otro paso hacia la mudez.

Que alguien dotado con el don prodigioso de volver sublime lo más simple abandone el ejercicio que ha sido la razón de su existencia tiene algo triste, sin duda. Pero al mismo tiempo, si hay alguien que se puede permitir este silencio sin sentirse en deuda, es este raro genio -único en la historia de Colombia- que nos ha regalado, con la fuerza y el encanto de su imaginación solitaria, toda una saga de leyendas, mitos y relatos que otras culturas elaboran en siglos de paciencia y con la ayuda de muchos escritores y poetas.

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Con García Márquez uno siempre está al borde de caer en la idolatría (en la gabolatría, para ser más exactos), y por eso hay también en su país y en todo el mundo una secta que profesa la devoción contraria, es decir, la gabofobia. En particular, su más notoria debilidad humana, una atracción fatal por quienes detentan el poder político en el mundo, le ha granjeado detractores que saben aprovecharse de la única grieta que resquebraja su imponente personalidad: su trágica amistad con ese dictador moribundo del Caribe y su condescendencia con muchos poderosos, incluyendo a todos los presidentes de Colombia después de Turbay.

Es muy difícil ser tan famoso, prestarse al contacto y no ser manoseado en algún momento por la untuosa mano de los poderosos. Por eso el mismo García Márquez, a veces, debe de sentir nostalgia por ese tiempo remoto en que era conocido como Trapoloco (por el color estridente de sus camisas y sus medias), por esos años en que podía mamar gallo sin ser citado al día siguiente como un oráculo en la prensa, y en el que tenía la serenidad y la altivez secreta de que nadie diera un comino por su futuro como persona y mucho menos como escritor. Cuando las propias palabras adquieren tanto peso que hasta un chiste nocturno es citado por la mañana como si fuera la meditada sentencia de un filósofo, deben dar muchas ganas de quedarse callado para siempre.

Cuando la devastadora fama empezó, con Cien años de soledad, García Márquez se inventó un conjuro para no ser sepultado por la hojarasca de la vanidad: se repetía por dentro que él no seguía siendo otro que el hijo del telegrafista de Aracataca. Casi la mitad de cien años han pasado desde entonces y no sólo su anonimato y su pobreza se han vuelto fama y prosperidad, sino que ahora hay cientos de profesores en todo el mundo que viven de analizar su obra, decenas de periodistas que ganan su sustento tratando de imitar sus reportajes, biógrafos que se saben su vida con más detalles que él mismo y muchos escritores que viven de elogiarlo o denigrarlo, según el vaivén de sus humores gástricos, literarios y políticos.

Alfonso Reyes, al final de La experiencia literaria, y el mismo García Márquez al promediar el primer tomo (que al parecer será el único) de sus memorias, recuerdan una polémica que hubo en Colombia a mediados del siglo XX. Podríamos llamarla con el título que le dio el poeta Eduardo Carranza a su intervención en la misma: Un caso de bardolatría. Se trataba de definir si Guillermo Valencia era el mayor poeta de Colombia, tan grande como Dante y como Lucrecio, como afirmaba Sanín Cano, o si, en cambio, como pensaba Carranza, se trataba "apenas de un buen poeta" que había encorsetado la poesía colombiana con su gélido parnasianismo. El comentario de Reyes es elegante, como siempre. Concluía sin apasionamiento: "Cuando un sistema de expresiones se gasta por el simple curso del tiempo y no porque carezca en sí mismo de calidad intrínseca, lo más que podemos decir es: 'Lo que emocionó a los hombres de ayer, porque para ellos fue invención y sorpresa, a mí ya no me dice nada. He absorbido de tal forma ese alimento, que se me confunde con las cosas obvias. Agradezco a los que me alimentaron y continúo mi camino en busca de nuevas conquistas'. Pero en manera alguna tendremos derecho de negar el valor real, ya inamovible en el tiempo y en la verdad poética, que tales obras o expresiones han representado y representan, puesto que en el orden del espíritu siempre es lo que ha sido".

Con García Márquez es difícil no caer en la bardolatría que padeció Sanín Cano ante la obra de Valencia, pero en el caso del cataqueño con más sobrados motivos. Difícil no ser gabólatra porque aunque sea cierto que su sombra ha opacado a algunos grandes representantes de la novela colombiana de la segunda mitad del siglo XX (Mejía Vallejo y Germán Espinosa, por citar dos), esa sombra espesa no la proyecta porque lo hayamos encaramado en un pedestal inmerecido, sino porque se funda en su capacidad asombrosa de contar nuestra realidad y nuestra historia con una gracia y un encanto sobrenaturales.

Pero hay algo más, que es quizá el terreno que pisan los gabófobos cuando atacan a García Márquez ya no política, sino literariamente: el país ha cambiado, tal vez para peor, y las nostalgias que han gobernado esa obra inmensa e inimitable para las nuevas generaciones ya no tienen la misma resonancia mítica. El mundo es otro, nuestras infancias son otras, y algunas recetas del realismo mágico se han desgastado, no por obra de su máximo creador, sino por el cansancio que producen sus peores y muy numerosos epígonos. El arma maravillosa de la exageración (abusada y desgastada por otros) produce ya en algunos la indiferencia del acostumbramiento. Y así como a veces Borges parecía imitarse a sí mismo, también hay páginas de García Márquez, sobre todo al final de su carrera, que estaban hechas con su misma técnica impecable pero sin la sangre y la médula vital que las habitaba al principio. Él mismo lo notó, y creo que su silencio de los últimos años se debe a que ya estaba escribiendo con la inercia del oficio y no con el vigor de las entrañas.

Ahora García Márquez tiene la dudosa suerte de ser un clásico en vida, y de que sus libros ya no se prohíban (como sucedía hace cuarenta años en algunos colegios colombianos), sino que se receten en las mismas cucharadas con que a los escolares les formulan cantos de Homero y capítulos de El Quijote. Así es fácil llegar a ser más venerado que leído, y más fácil aún levantar aplausos cuando los gabófobos toman impulso para la diatriba y el insulto.

La abuela de García Márquez decía que su nieto Gabito era adivino. De adivino a divino hay sólo una vocal de distancia. No hay que dar ese paso: García Márquez fue y sigue siendo un gran escritor de este mundo. Escribió novelas inmensas que, si el español sobrevive, se seguirán leyendo a través de los siglos. Pedir más es imposible, y decir más es pecar de idolatría.

Ojalá sus coterráneos seamos capaces, no de insultarlo ni de convertirlo en un dios, no de subirnos sobre sus hombros para intentar ver más lejos (porque en la literatura no hay progreso), no de imitarlo usando como bastón sus invenciones, sino de seguir adelante por nuestro propio camino, sin emular su estilo sino su vitalidad, su amor por el arte y su confianza en que la literatura sigue siendo una herramienta maravillosa para "desembrujar los secretos del mundo".

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