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Entrevista:DOS ESCRITORES CONVERSAN SOBRE EUSKADI | DIÁLOGO

F. Aramburu: "Hay gente que se mantiene en un silencio calculado"

F. J. Irazoki: "Los patriotismos me molestan desde que era muy joven"

Dos escritores que viven en el extranjero, Fernando Aramburu (San Sebastián, 1959) y Francisco Javier Irazoki (Lesaka, Navarra, 1954), abordan en sus últimas obras el drama social del terrorismo. Aquí hablan de silencios, odio, inmigrantes, víctimas, lengua y "la enfermedad de la patria vasca"

Aramburu: "Hay muchos niños vascos a los que se adiestra en el odio a España y a lo español"
Irazoki: "En el País Vasco, el dolor de lo que se considera como propio tiene un prestigio inmerecido"
Aramburu: "Los afectados por el síndrome utópico equiparan dicha meta a la justicia absoluta"
Irazoki: "Me niego a aceptar que la lengua se convierta en patrimonio nacionalista"

Los peces de la amargura (Tusquets), de Fernando Aramburu (premio Euskadi de Literatura en 2001 por Los ojos vacíos), contiene 10 relatos que ilustran en toda su crudeza las heridas actuales de la sociedad vasca, mientras que Los hombres intermitentes (Hiperión), de Francisco Javier Irazoki, es un compendio autobiográfico de 46 poemas en prosa, cuatro de los cuales están caracterizados por su contenido político.

EL PAÍS ha reunido en París a estos dos escritores. Éste es el resultado de la charla.

EL PAÍS. Los dos libros contienen una proclama a favor de la impureza. "Dedico este libro a la impureza", dice usted, Aramburu, en el epígrafe inicial. "Les adeudo [a los inmigrantes] el favor de haber manchado la pureza dañina de mi infancia", escribe usted, Irazoki. ¿Creen que es ahí donde se sitúa el origen del problema?

Aramburu. Es la motivación moral básica del libro, porque, aunque he evitado tomar postura ideológica para no interferir en el hilo de la narración, no puedo ignorar que la imposición de cualquier clase de pureza en la sociedad conduce directamente a la persecución de aquellos que escapan a la ortodoxia. Prefiero el abrazo al hombre que a las ideas. Y es que no conozco a un solo hombre a quien pueda calificar de extranjero. Es más, me siento menos confraternizado con individuos de mi mismo origen geográfico que con muchas personas que he encontrado en el mundo, y que, con todas sus debilidades y defectos, no matan ni justifican o apoyan crímenes en nombre de la construcción de una patria.

Irazoki. De niño me fascinaban los portugueses y su relación con los contrabandistas vascos que debían guiarlos hasta la frontera francesa. Sólo con gestos decidían un pacto entre dos penurias complementarias. Después llegaron a mi pueblo los andaluces, extremeños, gallegos y castellanos, que trabajaron con discreción contra su pobreza y nuestra displicencia. A mí me dieron muchas lecciones y alegrías. Y sí, opino que el problema nace de la reacción ante la diversidad.

EP. Sus obras exudan una sensación de fatalidad, de determinismo, bastante real, por lo demás. En Los peces de la amargura, las amenazas se consuman, hay hijos de asesinos que siguen las huellas de sus padres, niños que juegan a los coches bomba. ¿Con qué ingredientes se fabrica esa fatalidad?

Aramburu. Esa fatalidad no es otra cosa que la consecuencia inevitable de una pedagogía del odio practicada con mayor o menor saña, y, salvo excepciones concretas, por el conjunto del espectro nacionalista. Hay muchos niños vascos a los que se adiestra en el odio a España y a lo español, y de esta forma se prepara a los militantes de mañana.

Irazoki. Desde otro ángulo, puede que el principal ingrediente de esa fatalidad sea que en el País Vasco el dolor de lo que se considera como propio tiene un prestigio inmerecido. No simpatizo con los pensadores ceñudos que nos dicen que el dolor es la materia más profunda de los hombres. Sin mérito alguno, conozco el sufrimiento, y he encontrado más hondura en una alegría a cambio de nada.

EP. En su libro, Aramburu, los hijos de las víctimas están muy presentes. Algunos viven en la ignorancia de lo que pasó con su padre o su abuelo. ¿Les protegen para que no odien, para que no se sientan excluidos, para que ellos mismos no lleguen a convertirse en víctimas o se tomen la justicia por su mano?

Aramburu. Antes de crear los personajes del libro me documenté. En los distintos testimonios orales o leídos a que tuve acceso abundaban los relatos de ocultación y silencio destinados a proteger a los hijos y nietos de las víctimas. La protección trataba de evitar secuelas traumáticas, complejos de culpa y de inferioridad y, en no pocos casos, que el niño incurriera en el odio y la venganza.

EP. ¿Y cómo se llama la enfermedad de la patria vasca?

Irazoki. Los patriotismos me molestan desde que era muy joven. Con esa falta de mesura propia de la juventud, yo pensaba entonces que toda patria, excepto el hombre, es una mordaza. Hoy lo puedo decir con menos solemnidad, pero sigo pensando más o menos lo mismo. Para empezar, desconfío de cualquier grupo sin conciencia de pluralismo, y, como se sabe, los patriotas admiten, por lo general, pocas dudas.

Aramburu. Es una enfermedad muy antigua que hacía furor y causaba guerras periódicas antes del establecimiento en Europa de las democracias parlamentarias posteriores a la II Guerra Mundial. Consiste principalmente en sentar las bases sociales de una ficción, según la cual una masa humana se persuade de que vive en un presente provisional mientras se afana en la culminación de una meta colectiva que en el caso vasco sería la independencia. Los individuos afectados por el síndrome utópico equiparan dicha meta a la justicia absoluta. De ahí que, una vez establecido este principio intangible, matar sea para quienes lo profesan un acto noble, justificado y útil para la sociedad.

EP. Silencio, inhibición, indiferencia. ¿La perversión moral es un precio a pagar por la adaptación?

Irazoki. Muchas de estas adaptaciones se deben al miedo, y no hago reproches a quienes lo padecen. Lo peor son las expresiones que combinan la cobardía y una oscuridad calculada.

Aramburu. Esas actitudes no son sino la cara visible de una estrategia encaminada a garantizar la propia supervivencia. Se acude a ellas de costumbre en épocas de represión extrema o de terror, y entiendo que están previstas por la naturaleza. Es el miedo lo que las genera. Presentan formas diversas: perversión moral, cinismo, cobardía, incluso colaboracionismo.

EP. ¿Saben cómo y por qué se ha llegado tan lejos?

Irazoki. Cuando tenía 20 años y leía a Camus, y me interesaba por la línea política del eurocomunista italiano Enrico Berlinguer, ya me parecía una aberración que cierta izquierda festejara el asesinato de policías y de guardias civiles. La muerte no se celebra, pensé. Tirar alegremente la chaqueta al aire porque ha desaparecido el adversario es un fracaso moral. En mi tierra, no pocos vacíos personales se llenaron con una aventura en la que el odio era el ingrediente básico. Y eso, mezclado con la indiferencia de la mayoría, ha creado una situación que hace ya 15 años mi compañera, autora de una tesis doctoral sobre el País Vasco, resumió con una frase: "En ninguno de los lugares que conozco se habla tanto de ética y se practica menos lo que esa palabra significa".

Aramburu. Lo que ha pasado es que la obsesión de algunos por dar forma histórica a la idea de pueblo elegido, predestinado a moverse en el sentido de una misión colectiva, ha roto, no sé si para siempre, la unidad cultural entre los vascos.

EP. ¿Detectan que la desafección hacia el proyecto nacionalista de una parte de la sociedad vasca puede llegar a alcanzar al euskera y a la propia idea de país?

Irazoki. Por mucha capitalización y manipulación política que se haga del euskera, me niego a aceptar que la lengua se convierta en patrimonio nacionalista. El euskera no tiene la culpa. Lo que sí he visto es que no hay sinceridad en muchos amores proclamados al euskera. Ese que tacha los nombres en castellano o francés de los pueblos y deja sólo el euskérico no puede amar la lengua, porque quien ama una lengua, ama también las de sus semejantes.

Aramburu. Sería una pena que un idioma que no tiene dueño corriera la misma suerte que esos grupos radicales que tratan de imponer su proyecto por la coacción y la violencia. Puede que en esas actitudes de dimisión haya una reacción similar a la de los judíos alemanes que después de la guerra se negaban a hablar alemán porque decían que era la lengua de los asesinos, pero sería una manera más de mutilarnos. La tragedia es que después del franquismo no se ha construido un proyecto cultural de encuentro. Pero la historia es pendular, tras el franquismo ha venido el nacionalismo y vendrá otra cosa que puede llevarse por delante muchas cosas si no construimos una convivencia sólida.

EP. ¿Les extraña que salvo excepciones contadas: Raúl Guerra Garrido, Roberto Herrero..., los escritores vascos no hayan abordado el asunto como tema central de sus obras?

Aramburu. Yo he necesitado alcanzar la madurez como escritor para poder enfrentarme a unas historias que llevaba en la cabeza y el corazón desde siempre. Sabía del dolor de las víctimas, pero me daba miedo suplantarlas, convertirlas en personajes de cartón piedra. He reflexionado mucho, incluso estudié euskera durante cinco años y literatura abertzale para captar la sensibilidad de todos los protagonistas. Tenía la información por las noticias y los reportajes, pero no me bastaban porque necesitaba entrar en el mundo de la niña que se entera del asesinato de su padre, en el de la mujer mutilada por la bomba que redacta la lista de las cosas que ya no podrá hacer, en el del vecino expulsado de su pueblo...; necesitaba encontrar el lenguaje, el registro y el tono adecuados. Por eso, porque me ha costado mucho, no me atrevo a juzgar a los demás, aunque sé, por supuesto, que hay gente que se mantiene en un silencio calculado. Puede que en estos momentos haya otros escritores mascando el problema.

Irazoki. Yo he sentido en París la necesidad y las ganas de mirarme al espejo, pero no puedo emplazar a los demás. Mirad, Ramiro Pinilla desapareció de la literatura hace 20 años. Sabíamos que no había muerto porque no habíamos visto su esquela, pero ha reaparecido con Verdes valles, colinas rojas, que es una obra para 100 años en la que demuestra una objetividad, un conocimiento profundo del mundo rural vasco y una libertad ideológica emocionantes. Ha necesitado 20 años, pero ha dicho la última palabra en su terreno. Y luego, también en el mundo del cine ha habido cosas, como lo de Arteta y Querejeta.

De izquierda a derecha, el poeta Francisco José Irazoki y el escritor Fernando Aramburu, en uno de los túneles del metro de París.
De izquierda a derecha, el poeta Francisco José Irazoki y el escritor Fernando Aramburu, en uno de los túneles del metro de París.

Una lejanía que les acerca al problema del País Vasco

NI FERNANDO ARAMBURU, afincado en Lippstadt (Alemania) desde hace dos décadas, ni Francisco Javier Irazoki, residente en París desde hace 14 años, pueden ser considerados exiliados forzados de su tierra, aunque un año antes de recalar en la capital francesa este último ya había decidido abandonar el País Vasco.

Sin embargo, desde la lejanía, ambos -al contrario que la mayoría de los literatos vascos, que han mostrado hasta ahora una actitud renuente a encarar abiertamente los efectos sociales y políticos del terrorismo- han abordado el problema en sus obras más recientes. Y la pregunta es: ¿La distancia es deliberadamente buscada? ¿A qué obedece esta coincidencia?

El poeta Irazoki afirma que cuando decidió marcharse pensó que esa lejanía "iba a ser ventajosa para la literatura", aunque explica: "Yo jamás he mirado las fechas para expresarme. Para mí, la poesía significa la búsqueda de la ligereza; escribo para descargarme de un peso".

En opinión de Aramburu, "se puede estar físicamente al lado de los hechos y con la mirada vuelta hacia otra parte, hacia una ignorancia deliberada que procura tranquilidad y evita problemas. Esa forma de distancia es bastante común en Euskadi. En mi caso, la distancia es puramente geográfica, y además está neutralizada por mi voluntad de permanecer al corriente de lo que pasa en mi tierra natal". Una lejanía física que para Irazoki se convierte en recuerdos vívidos cuando explica: "En París he sentido la imperiosa necesidad de expresar una serie de cosas que llevaba guardadas desde siempre y que me conmueven profundamente". Algo en lo que abunda el autor de Los peces de la amargura porque, en su opinión, "el mismo hecho de vivir en países extranjeros nos hace más sensibles a este tipo de situaciones. Como somos advenedizos en nuestros países de acogida, nos resulta más fácil ponernos en el lugar y en la piel de los extranjeros, percibir esa especie de membrana que te separa del resto de la sociedad".

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