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Crónica:LA CRÓNICA
Crónica
Texto informativo con interpretación

Euromed

Uno de los puentes entre Barcelona y Valencia es el Euromed, un tren que tarda tres horas en cubrir una distancia para la que, en países más civilizados, se invierte la mitad de tiempo. Que no sufra demasiadas averías ha convertido este servicio en una esperanza razonable. El Euromed es uno de esos trenes que merecen, por parte de todos, tratamiento de avión. Te recibe una tripulación uniformada que realiza una coreografía de embarque similar a la de los aeropuertos. El punto de partida es el andén de la estación de Sants, un lugar propenso a la tristeza y, cuando hace frío, incluso a la desesperación. En el interior de los vagones, denominados coches, los asientos permiten cierta movilidad de piernas, incluyen mesita desplegable y una conexión de altavoces a un hilo musical (opción música pop y clásica) y a un canal de DVD en el que pueden echarte La joven del agua (viaje de ida) o Bailamos (viaje de vuelta). Si ninguno de los estímulos propuestos te interesan, un buen pasatiempo consiste en mirar el paisaje, que incluye emociones de película y ciertos elementos pop y clásicos, como los grafitos de todo tipo o esos balcones de L'Hospitalet que se asoman a las vías confirmando algunas de las barbaridades urbanísticas perpetradas años ha, completadas por extrañas combinaciones acumulativas en las que conviven el deterioro arquitectónico, la pausa rehabilitadora y diversas expresiones de abandono.

El azar también puede lograr que en un mismo encuadre coincidan una torre de alta tensión, una señal de aviso de salida de camiones, las obras del AVE y el esbozo, en forma de cimientos, de lo que será un inminente polígono industrial. Para digerir esta visión, Euromed propone, en clase preferente, un aperitivo de bienvenida compuesto por zumo o cava y una bolsita de cacahuetes. No es una dieta muy mediterránea que digamos, pero el hambre aprieta y hay que rentabilizar el precio del billete. El paisaje, en cambio, no engaña. Pese al esfuerzo invasivo del sector de la construcción, que no hace sino atender el furor hipotecario de la población, sobreviven diversos elementos iconográficos: las palmeras y el sol del atardecer. El tren, lanzado a esa velocidad de mal menor, cruza estaciones en las que no se detiene. Desde el interior, parece silencioso, aunque no sé si los de fuera opinarán lo mismo. El mar, intermitente, se presenta en su forma más virgen o en su versión de puerto deportivo. A la merienda que te sirven en una bandeja, la llaman snack, una estrategia de énfasis que no sé si cuela. La toponimia exterior, resumida en el cartel de las estaciones, es más castiza y hay que sumarle una toponimia industrial que llega hasta Valencia y más allá: Mercadona, Caprabo, Intermarché, Alcampo, Repsol.

La petroquímica es una excepción, una presencia amenazante, tan cercana a las vías del tren que produce una sensación más agobiante que la de una lejana manada de molinos de viento de última tecnología, situados en lo alto de unas colinas con espléndidas vistas al Ebro. Tras el imperio de cerámica y gres de Castellón, se divisa la monumental apuesta valenciana por el calatravismo, con su oceanográfica silueta a lo Sidney, adosada a otros prodigios de la mejor arquitectura-espectáculo. Impresiona, sí, pero menos que los enormes ninots instalados en las calles de Valencia, esperando el sacrificio de las llamas con sonrisas de cómic y redondeces fellinianas. El exceso, consecuencia de un incesante crisis de crecimiento, también se detecta en la cantidad de churrerías (un churro, medio euro; una porra, un euro) y en unas carpas que parecen imitar el exclusivismo de la Feria de Abril.

Para regresar a Barcelona, pueden utilizar el mismo Euromed y comprobar, como me ocurrió a mí, la mala educación del personal a la hora de utilizar el teléfono móvil. Pese a que la megafonía tiene el acierto de rogar a los pasajeros que reduzcan los tonos de sus móviles y de sus voces y que utilicen las plataformas para hablar, los teléfonos no dejan de sonar. Sus propietarios matan el tiempo con un torrente de diálogos de los que se pueden desprender una vida sentimental movida o una existencia profesional adicta al chanchullo. Por lo que escucho, deduzco que el auge de la economía actual es, en parte, la prolongación de la picaresca. Algunas frases al azar: "Me corre prisa que me envíes un presupuesto de tratamientos herbícolas", "no podemos dar esa sensación", "de la Michelin, no, de la Pirelli, coño", "un kilo me parece poco". Pero de todos, el campeón de la pésima educación es un joven al que los demás pasajeros del vagón (perdón, del coche) miramos con expresión de odio y que durante el viaje Valencia-Barcelona mantuvo 24 conversaciones distintas sin bajar la voz ni salir a la plataforma. Por si se tropiezan con él, sepan que responde al nombre de Salva, tiene una voz tremendamente chillona y se expresa en unos términos que podríamos denominar fantasmagóricos. El que avisa no es traidor.

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