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Columna
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Tribunales, la última trinchera

Es opinión cada vez más compartida la exigencia a los partidos políticos de que no resuelvan sus conflictos únicamente en los tribunales. En este sentido -si bien creo que los conflictos deben resolverse allí donde exista un espacio para su solución, sea éste el de los tribunales de justicia o cualquier otro- de unos tiempos a esta parte parece que la vida política ha incorporado a su argumentario todo el diccionario jurídico-judicial (imputados, procesados, autos, sentencias, etcétera). Incluso frente a los posibles casos de corrupción, cada formación política mueve o coloca su nivel de respuesta en base a un concepto y decisión judicial: los más atrevidos prometen respuesta contundente si se produce auto de imputación, y los más prudentes la retrasan a la sentencia firme.

Ese elemento referencial a los aconteceres de un proceso judicial supone un reconocimiento de impotencia o de renuncia a adoptar decisiones propias en el seno de los partidos políticos, lo que coadyuva a desvanecer el crédito de los ciudadanos en los mismos, con las funestas consecuencias que de ello se deriva. Pero además no debemos olvidar que en la búsqueda de la verdad, una resolución judicial únicamente expresa la verdad judicial, es decir, aquella que se conforma dentro de los estrechos márgenes de un proceso, del desarrollo y valoración de un acervo probatorio, de la habilidad de los abogados, de la diligencia de los funcionarios en construir un expediente, etcétera. Pero la verdad ética y la respuesta política no tienen por qué esperar ni siquiera basarse en la verdad judicial.

Los partidos deberían tomarse muy en serio las tareas preventivas y de control de quienes en su nombre adoptan decisiones públicas, y máxime en un sistema como el nuestro, que yo aún defiendo, de listas cerradas. En este contexto me parece adecuado traer a colación un antiguo debate pero plenamente vigente que viene exponiendo con brillantez y crudeza el profesor Alejandro Nieto. Recuerda el profesor cómo el Estado hizo una primera retirada estratégica desde el primer compromiso de garantizar a las personas la Justicia, a una segunda trinchera más modesta de garantizar el Derecho (lo que llamamos pomposamente el imperio de la Ley). Este cambio fue bien aceptado por los ciudadanos, en definitiva si se garantizaba su cumplimiento (aunque la Ley siempre es una respuesta del poder dominante) cada persona sabía qué puede hacer y qué puede esperar de los demás.

El problema aparece nuevamente cuando el poder público no está tampoco en condiciones de mantener esta segunda trinchera, pues en muchas ocasiones es el primero en no estar dispuesto a cumplir lealmente las leyes, y de eso últimamente abundan testimonios descarnados en nuestra Comunidad Valenciana (la vergonzante operación de recalificación y permuta del Mestalla, o de Tabacalera, la distracción de dinero público en paraísos fiscales, la ideación de tramas de defraudación a la hacienda pública, la permanente y obscena confusión entro público y lo privado, etcétera).

Así las cosas y consciente el ciudadano (también los partidos son ciudadanos) del fracaso que supone el compromiso de asegurar la Ley desde los órganos ejecutivos, se organiza una nueva retirada a una tercera línea, y se entrega esa función al Poder Judicial.

Esa nueva retirada ofrece innumerables inconvenientes, pero sobre todo es una apuesta arriesgadísima, porque si la muralla de los tribunales se rompe, entonces ya no hay otra defensa que impida el paso de la arbitrariedad y el despotismo y no podemos olvidar que el poder judicial, entre la politización de sus órganos de gobierno y la desatención presupuestaria, puede abrir una brecha de agua en cualquier momento. Eso sin contar cómo el llamado control judicial opera en ocasiones como una coartada de la ilegalidad. Por ejemplo, el gobierno del PP valenciano retrasa, prudentemente, su respuesta ante actuaciones presuntamente corruptas de autoridades o funcionarios de sus filas o afines, a que se dicte sentencia, y mientras se tendrá por correcto todo lo que hagan, y cuando alguien se levanta contra sus actos arbitrarios, le remiten desdeñosamente al juez, quien resolverá tan tarde que el autor del desaguisado ya habrá cambiado de destino o habrá pasado a mejor vida.

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Los partidos políticos siguen siendo, por el momento, el instrumento para alcanzar el poder político. Por ello, creo que estos tienen que hacer un esfuerzo muy serio para recuperar la segunda trinchera, garantizando a la mayoría de los ciudadanos los principios que les abrigue y les proporcione seguridad, frente a aquellas élites minoritarias que son capaces, o incluso les interesa, aguantar sin techo y sin tierra firme bajo los pies.

José Luis Vera es abogado.

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