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BARCELONA MUSEO SECRETO
Columna
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Los buscadores de tesoros

Algunos recordarán a Caridad, aquella camarera seria, delgada, pálida, de expresión inteligente y concentrada, de voz monótona y martilleante, que servía batidos y suizos con bizcochos en Lezo, la histórica chocolatería de Provença esquina con Rambla de Catalunya, muy frecuentada por la clientela más aficionada a los abrigos de pieles... Años después de Lezo, el primer síntoma de que Caridad había acumulado un tesoro fabuloso en su entresuelo de Enric Granados fue su voluntad de hacerse invisible. En la escalera era huidiza, con nadie se paraba a hablar, no le interesaba quejarse de que el cajero automático llevase meses averiado, ni acordar con los vecinos que eran cuestiones de vital interés cambiar los buzones y poner en la puerta un cartel que advirtiese: "No se admite correo comercial". Tal indiferencia para los asuntos comunitarios y su inclinación decidida a las carreras de ratoncillo para alcanzar su puerta antes de ser vista por el vecino cuyos pasos resonaban en la escalera, ese presuroso no saludar ni siquiera con un movimiento de cabeza al paso, esas extravagancias acabaron por llamar la atención: si llamabas a su puerta no abría, al butanero no le compraba, y si alguien pasaba ante su puerta en el momento en que ella estaba saliendo, se volvía para dentro...

Silencio, sigilo, una pequeña figura femenina vestida de negro apenas entrevista, soledad, autosuficiencia. Ese era el estilo de Caridad.

El segundo síntoma de su riqueza fabulosa y causa de sorda inquietud para sus vecinos fue el hedor dulzón que subía por el patio interior, procedente de su piso. El tercer síntoma, las cucarachas. Salían de debajo de su puerta, se arremolinaban en el descansillo, volvían a deslizarse bajo su puerta iban y venían alegremente y emprendían excursiones colonizadoras cada vez más atrevidas escaleras arriba, hacia las bien abastecidas cocinas del 1º 1ª y del 2º 2ª. Esta etapa culminó la mañana en que la mujer del tercero primera, al abrir el cajón de su ropa interior, sorprendió a una cucaracha despistada, atusándose las patitas. Se acabaron las contemplaciones. Se tomaron las decisiones más enérgicas: administrador, policía municipal, bomberos.

Y así fue como el tesoro que Caridad había ido acumulando a lo largo de los últimos años quedó expuesto a la luz del día. Ocupaba todo el piso. Consistía en montañas de ropa, montañas de bolsas de basura, pilas de periódicos viejos y de revistas, botellas de plástico y cosas rotas. Tesoro material de dimensiones colosales, vigilado no por un dragón, sino por un enjambre de moscas. En pocos días el piso fue oreado y desinfectado, desaparecieron las cucarachas y Caridad fue internada. La señorita del tercero podrá vestirse con toda tranquilidad durante los próximos 50 años, hasta que quizá también ella, como uno de cada 1.700 ciudadanos, padezca en grado leve o grave el síndrome de Diógenes, y como otros 1.200 españoles al año, tenga que ser ingresada.

Dicen que el síndrome, consecuencia de lesiones cerebrales específicas, de atrofias en la zona frontal del cerebro o hemorragias en áreas delimitadas, no se ensaña con los bobos, sino normalmente con personas de cierto nivel intelectual. Y es curioso que a ese tristísimo, pavoroso trastorno mental, que lleva a personas dignas y respetabilísimas a vagabundear por las calles, cargadas de detritos que valoran como tesoros, le hayan puesto el nombre del filósofo que con tanto sentido del humor predicaba la renuncia y el desprendimiento y la vida libre de los perros sin collar. Claro que Diógenes falsificaba moneda, vivía en un tonel, despreciaba toda convención y era casi tan inaceptable socialmente como Leopoldo Panero, de quien más vale leer los versos que procurar la compañía. Estos modernos Diógenes dignos de compasión, y ese señor correctamente vestido, con su Lacoste y su bigotito, que conocemos del barrio, y al que un buen día sorprendemos hurgando en una papelera como quien no quiere la cosa, y luego en otra, y en otra, no son, ni mucho menos, los únicos buscadores de tesoros que genera una ciudad como Barcelona, ubérrima en despilfarro y desperdicios.

Están los piteros, que con un detector de metales peinan las playas sacando de debajo de la arena relojes, mecheros, joyas, chapas de refrescos, latas, aparatos de ortodoncia y gafas. Están los fanáticos que buscan monedas en las cabinas de teléfono, hurgando con el índice en la cazoleta mientras la cortinilla de metal repica como una alegre campanilla. Están los que sustraen de los contenedores y sacos de escombros ante las obras los pedazos de tuberías de plomo. Es fácil detectar a la gente que busca dinero por el suelo en los mercados, en los intersticios de los sofás en las salas de espera y a la puerta de El Corte Inglés. La cineasta Agnès Varda, en su película documental Los espigadores y la espigadora, revelaba la existencia de numerosas cofradías que buscan en los contenedores de basura junto a los supermercados alimentos no aptos para la venta pero que siguen siendo comestibles, como yogures caducados o fruta picada... A algunos de estos espigadores les mueve la necesidad, y a otros, que en la película se expresan con mucha elocuencia y sensatez, convicciones meditadas, propósitos anticonsumistas...

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Barcelona hierve de buscadores de tesoros, de buscadores de duros a cuatro pesetas, de acumuladores compulsivos de materia valiosísima: Diógenes y antidiógenes entre los que incluyo a los jugadores de lotería y a los coleccionistas, de cualquier cosa, también de libros, demasiados para el curso de una sola vida, incluyo a todos mis amigos, a mí mismo me incluyo, y también quizá (mon semblable, mon frère) a ti.

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