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El susto de Elenita

Al llegar a casa se ha sentado en el sofá y se ha dado cuenta de que no puede leer las letras del cartel colgado encima del televisor. Son las seis y media de la tarde, pero está tan nublado que acaba de encender la lámpara del techo. ¡Qué horror, qué tristeza…! Es lo malo que tiene este piso, vale, y lo bueno también, porque como es interior, los fines de semana no nos enteramos del follón de la calle. Pero, al fin y al cabo, se dice Elenita, ¿a mí qué más me da? Nada de esto es mío. Es su piso, su salón, su lámpara del techo, su sofá, su televisor… No quiere llorar, se ha prometido a sí misma que no va a llorar, lleva toda la semana entrenándose, y sin embargo se le saltan las lágrimas al pensar en lo que la espera.

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Antes o después tenía que pasar, ella lo sabe, lo ha sabido siempre, desde el principio. ¡Si el día que Ahmed la abordó en la escalera ni siquiera se lo creyó! ¡Si el pobre tuvo que insistir un montón de veces para que ella se lo tomara en serio! Y entonces tenía cuarenta y siete años, pero ahora… Ahora tiene tres más, por más que se gaste la mitad del sueldo en el gabinete de Águeda, vengan tratamientos faciales, y corporales, y la repanocha… Parece más joven que antes de empezar con él, ésa es la verdad, eso lo reconoce hasta la asquerosa de su cuñada, pero sigue teniendo la edad que tiene, y él, quince años menos, y… Y nada.

Bueno, mira, que me quiten lo bailao… Eso también se lo repite a cada paso, pero tampoco funciona. Ahora no, y sin embargo ella sabe que acabará funcionando, que cuando salga de ésta pensará en él con gratitud y sin rencor. Cuando salga de ésta, porque ahora sólo tiene fuerzas para preguntarse en silencio una vez, y otra, y otra más, por qué la habrá sacado él de su vida anterior, que era tan pobre, tan aburrida, pero tan cómoda; por qué la habrá llevado hasta tan arriba sólo para dejarla caer después desde tan alto.

No es bueno, no es justo, no la conviene, pero no puede pensar en otra cosa. Ella ya se había enterado de que él salía de vez en cuando con chicas más jóvenes. En este mundo, no faltaría más, sobran almas caritativas dispuestas a decirte la verdad aunque duela y a hacerlo por tu bien, así se mueran todas de algo malo. Antes o después tenía que pasar, ella siempre lo ha sabido, pero por saberlo no le duele menos.

-Tengo que hablar contigo, Elena- le había dicho él aquella misma mañana, por teléfono-. Es muy importante para mí, yo… Necesito verte, contártelo en persona. Ya sé que esta semana te toca quedarte a cuidar a tu madre, pero no puedo esperar más.

No había querido ser más explícito y ella había pensado que no hacía falta. Ya le había notado raro el fin de semana anterior. No había salido solo, pero tampoco tenía ganas de hablar, ni de comer, ni de hacer nada. Se había tirado los dos días delante del televisor, hablando todo el tiempo por el móvil, y en árabe, encima. Blanco y en botella, había pensado ella…

-¡Hola!

Ha llegado. Limpio, peinado, con unos vaqueros y una camisa blanca. Se acerca a Elenita, la besa en las dos mejillas, coge una silla y la coloca al otro lado de la mesa baja.

-Bueno -dice ella, mirándole a los ojos, tan hondos, tan negros, tan bonitos-, pues tú dirás…

-Lo siento mucho, Elena. Lo siento mucho, cariño, de verdad… -en ese punto baja la cabeza, clava los ojos en el suelo, parece conmovido, apesadumbrado, deshecho-. Tú no te mereces esto, yo lo sé. Siempre has sido muy buena conmigo, y yo… Yo te quiero mucho y no quiero darte disgustos, pero… No es culpa mía. Yo no me he ofrecido, te juro que no, pero en mi familia las cosas son así… No sé cómo decírtelo, me da mucha vergüenza, de verdad que lo siento… Me vas a matar.

-No, Ahmed -y ella, que se siente de pronto tan fea, tan vieja, tan polvorienta como si hubiera vivido dos siglos, se consuela con el lujo de la magnanimidad-. No te preocupes. Ya contaba con eso.

-¿Con eso? -entonces él se endereza, se inclina hacia delante, la mira con los ojos muy abiertos-. ¿Pero cómo te has enterado? ¿Ha tenido mi hermana la desvergüenza de pedirte…?

-No, no, no. No sé… ¿De qué estás hablando?

-Pues del crédito de mi cuñado. Que quiere ampliarlo por 12.000 euros más y no encuentra avalista, y a ver qué hago yo, porque como tú ya le avalaste una vez, cualquiera le dice ahora que…

-¡Ay, Ahmed! -y Elenita suelta de golpe todas las lágrimas que se ha tragado durante toda la semana mientras se ríe ella sola, a carcajadas.- ¡Ahmed, Ahmed!

-¿Eso quiere decir que sí?

-¡Ay, Ahmed! -repite ella, y no puede parar de llorar y de reírse al mismo tiempo-. ¡Ahmed…!

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