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Análisis:Puro teatro | TEATRO
Análisis
Exposición didáctica de ideas, conjeturas o hipótesis, a partir de unos hechos de actualidad comprobados —no necesariamente del día— que se reflejan en el propio texto. Excluye los juicios de valor y se aproxima más al género de opinión, pero se diferencia de él en que no juzga ni pronostica, sino que sólo formula hipótesis, ofrece explicaciones argumentadas y pone en relación datos dispersos

Dos cabalgan juntos

Marcos Ordóñez

Shakespeare escribe Otelo en 1604, en el exacto centro de su etapa más sombría y desesperada, justo después de Hamlet, Troilo y Cresida y Medida por medida, abriendo la puerta (o el pozo) que culminará en Lear, Macbeth y Timón de Atenas. Otelo se representa poquísimo entre nosotros por una razón elemental: se requiere un gran actor de raza negra, cosa que por el momento no abunda, o de etnia mora, que tampoco: todo se andará. Y como felizmente ya han pasado los tiempos en que el Otelo de turno se embadurnaba de betún, los directores suelen aparcarla del repertorio. Llevando al extremo esa convención que durante años dominó la escena española, Carlota Subirós ha optado en su montaje del Lliure por una convención tan irónica como chocante: al probable grito interior de "o todos moros o todos cristianos", ha pintado a sus actores de la compañía con tintes plateados, casi fosforescentes, lo que produce un efecto sin duda igualitario pero que hace pensar en una teleserie galáctica o en un colectivo atracón de merluza en mal estado.

A propósito de Otelo, dirigida por Carlota Subirós y protagonizada por Pere Arquillué, en el Lliure de Barcelona

La indefinición escenográfica desdibuja el contraste básico de la obra entre Venecia, ciudad abierta, ciudad-Estado, y Chipre, exilio colonial, encierro literal y metafórico. Cuesta lo suyo averiguar dónde están los personajes: si un marciano aterrizara en España probablemente llegaría a la conclusión de que casi todas las obras de Shakespeare transcurren en hangares oscuros y/o llenos de escombros. Hay puerilidades pasmosas en el espectáculo, como esa bailarina (espléndida cantante, por cierto: Iva Horvat) que con sus culebreos encarna, literalmente, la agitada psique de los protagonistas, una idea que se le escapó al Woody Allen de Mighty Aphrodite, o ese Roderigo interpretado por dos actores (¿por qué él y no cualquier otro?), y un problema gordo: no es de recibo que media compañía del Lliure incurra en una dicción atropellada y farfullante. La mejor y más profunda baza de Carlota Subirós, sin embargo, radica en el enfoque central: barrer de un plumazo el manidísimo cliché de "tragedia de celos" para concentrarse en la narración de un viaje vertical a las tinieblas del corazón humano. Pese a todas las pegas antedichas, hay algo que me fascina en el montaje de Subirós: su aceptación de la imposibilidad de escapar de la rueda desnuda e incendiada del texto. Llega un momento en la obra en que todo gira a tal velocidad y se reconcentra tanto que cualquier adherencia (bailarina, música, proyecciones de fondo) se centrifuga y cae pulverizada, y ese momento sucede cuando Otelo acepta el espejo oscuro que Yago le alza y ordena la muerte de Casio. Ahí sólo se puede trabajar con los dos actores principales y el texto. En esa larga y extraordinaria escena, Otelo descubre, de un mazazo irracional, lo que Yago le escupirá, en una sola frase, la frase más salvaje y certera de todo Shakespeare, al final de la obra: "What you know, you know"; sabes lo que sabes. Lo que sabe Otelo lo sabe desde el principio, cuando habla de su amor por Desdémona como un relámpago entre dos oscuridades: "¡Adorable criatura! ¡Que la perdición se apodere de mi alma si no te quiero! ¡Y cuando no te quiera, será de nuevo el caos!". Sabe que el perfil del guerrero rudo y primitivo no es más que una máscara, un cliché, el único tolerable por los venecianos, como Hitchcock disfrazándose de gordito simpático para poder abismarse en la negritud de Vértigo; sabe que no tiene derecho a conseguir lo que ha conseguido, el amor de la dama blanca, hija del senador más rico de la ciudad; sabe que su pozo busca la destrucción y el castigo. Cuando ordena, pues, la muerte de Casio, a sus pies se derrumban "las tropas empenachadas y las potentes guerras, que hacen de la ambición una virtud"; cuando despide a Ludovico con un "¡cabrones y monos!" está hablando, al fin, con el lenguaje secreto de Yago. Si no funciona esa escena, ese mano a mano, no funciona nada en Otelo. Por supuesto que es importante todo lo demás, y en ese "todo lo demás" señalaría que la Emilia de Chantal Aimée alcanza una cota de emoción orgánica, vivaz y física, que la Desdémona de Alicia Pérez, una actriz para mi gusto excesivamente "técnica", todavía no ha atrapado plenamente, pero si les estoy recomendando este Otelo es por ese ojo del huracán, desvelado y fijo, en el que Carlota Subirós se ve obligada a prescindir de todo lo accesorio, y acepta el reto y se concentra exclusivamente, insisto, en el texto y los actores. Los actores son Pere Arquillué (Otelo) y Joan Carreras (Yago), de lo mejor que se puede ver hoy en España. En Arbusht, de Paco Zarzoso, que Rigola montó el pasado verano en el Lliure, nada interesante sucedía tras sus respectivas y complejas encarnaciones de un millonario tejano y un predicador fundamentalista. Arquillué es un actor grandioso y desigual, que sólo da lo mejor de sí mismo cuando está realmente interesado en el reto: una impresionante bestia escénica, con una gran autoridad y una voz fuera de serie; un Otelo con los andares de Alec Baldwin, a veces demasiado rígidos, pero que sabe mostrar el corazón cósmicamente herido de King Kong cuando llega el instante sin retorno en que "no hay más piedras en el cielo que las que sirven para el trueno". Joan Carreras es algo así como un cruce entre Tim Roth y Carlos Hipólito: un "natural" irresistible, de pura estirpe británica, que ya fue un pre-Yago (el Aaron de Titus Andronicus, a las órdenes de Rigola) y que construye un malvado al que le comprarías todos los coches usados del universo, pletórico de encanto y de malignidad. Atrapa la esencia de Yago, que no es sino la grandeza de su entrega absoluta a la orquestación del mal sin importarle el riesgo, y por eso el espectáculo acaba con su silueta negra y aterradoramente sola, condenado a seguir vivo como un fantasma sin reposo. La función, que ya ha concluido su andadura en el Lliure, comienza gira española: en noviembre pueden verla en Granada (17 y 18) y Málaga (24 y 25) y del 20 al 23 de diciembre aterrizará en el Teatro Español de Madrid.

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