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Columna
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Horario

DOS JÓVENES chinos, de Taiwan, se encuentran casualmente en una calle de Taipei. Él es vendedor ambulante de relojes de pulsera y ella está a punto de realizar un viaje turístico a París, por lo que desea adquirir un reloj capaz de marcar simultáneamente el horario francés y taiwanés, este último adelantado siete horas respecto a aquél. Tal reloj es el que porta el vendedor en su muñeca, pero no lo tiene a la venta. Tras mucho insistir ella consigue que se lo dé y, en el tejemaneje, él queda como eróticamente magnetizado, pero, sin otro rastro de ella, se consuela poniendo todos los relojes que se encuentran a su mano, suyos o ajenos, a la hora de París. Por mucho que sepa puntualmente qué hora es en su ciudad natal, ella, en la capital francesa, sólo descubre que la soledad le llega con siete horas de retraso, pero sabe que esta demora le será suprimida a su regreso. Él, que acaba de perder a su padre y debe asistir, impertérrito, al complejo duelo de su madre, entregada a toda clase de exorcismos de su antigua creencia religiosa, tampoco le sirve de mucho vivir a la hora de París para aliviar su soledad.

Éste es el muy sucinto resumen de la película ¿Qué hora es allí? (2001), del director taiwanés Tsai Ming-Liang, el mismo que, en 2005, rodó El sabor de la sandía, absurda traducción castellana del original The Wayward Cloud, donde los mismos protagonistas del filme anterior reaparecen, él ahora como actor de cine porno y ella, de nuevo, sin adscripción profesional discernible. En este caso, no obstante, el escenario es una ciudad, Taipei, sometida a los rigores de una pertinaz sequía, siendo la escasez de agua lo que propicia, en principio, el reenganche de su frustrada relación erótica, que no deja de tener la dificultad de hacer el amor con alguien que vive profesionalmente de hacerlo. Sea como sea, este par de películas de Tsai Ming-Liang, como la muy célebre Millenium Mambo (2001), del también chino Hou Hsiao Hsien, reducen la trama a los avatares de sendos pobres enamorados, que evolucionan, sobre el marco de una urbe moderna sin identidad, como literalmente las sombras chinescas de unas máquinas deseantes que jamás pueden atrapar el objeto de su deseo. Queda al fondo, eso sí, el rumoroso tic-tac del reloj y la insaciable sed como las más adecuadas metáforas de esta fatal insatisfacción.

Casualmente, estos días, caen en mis manos dos ensayos occidentales sobre el amor: Sobre el amor y la muerte (Seix Barral), del novelista alemán Patrick Süskind, y El amor al nombre. Ensayo sobre el lirismo y la lírica amorosa (Losada), de la francesa Martine Broda. Son muy diferentes, pero coinciden en plantear el amor sólo bajo la especie del enamoramiento; esto es: como el fuego y la ceniza de consumirse de deseo, lo cual es emplazarse en situación de expectativa en vez de la de experiencia, la única, ésta, que, a mi juicio, se conjuga con el amor. ¿Qué está pasando hoy, así, pues, en Oriente y Occidente, con el experimento o la experiencia eróticos, objeto recurrente fundamental de cualquier arte? Pues se me ocurre conjeturar que se han convertido en una cuestión de horario.

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