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Un Gran Cañón inesperado

La sociedad National Geographic, premio de comunicación de este año, escoge para EPS el reportaje que mejor resume el espíritu e historia de su revista. Éste que reproducimos es un viaje insólito entre los acantilados de la gran maravilla geológica en busca de sus antiguos pobladores

La noche antes de mi llegada al South Rim, el borde meridional del Gran Cañón, había nevado furiosamente. Estábamos a mediados de mayo, y la tormenta había dejado sobre el suelo de la cabecera de la senda una capa blanda y grisácea de nieve pastosa. La humedad había perfumado el aire con el aroma del pino ponderosa. Estaba siguiendo la senda New Hance, que conduce, sin serpentear, directamente hasta el borde del cañón, describe una curva cerrada y se precipita hasta su destino: el fondo y las orillas del río Colorado, 1.350 metros más abajo. Mientras procuraba mantener el equilibrio con los bastones pensé que esa ruta había sido trazada por alguien ansioso por dejar atrás las paredes del cañón, ansioso por llegar a casa.

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La sociedad National Geographic, Príncipe de Asturias de Comunicación y Humanidades

A casa. Aunque pueda parecernos increíble a los más de cuatro millones de personas que acudimos cada año a maravillarnos ante el Gran Cañón, esta geología espléndida y aparentemente inhabitable, declarada parque nacional en 1919, fue en otro tiempo un hogar. Durante al menos 10.000 años hubo gente que vivió, amó, comerció e incluso labró la tierra en las profundidades del cañón. En sus paredes dejaron escritos sus nombres; incorporaron sus riscos y pináculos a sus leyendas y su historia, y dotaron de vida cada arroyo, cada peñasco y cada acantilado. Luego, hace apenas un siglo, unos recién llegados, sobrecogidos por la belleza del lugar, decidieron impedir que cualquier construcción humana volviera a menoscabar el parque nacional (excepto las levantadas por ellos mismos). Los accidentes del paisaje que tenían un nombre, un espíritu del pasado, fueron rebautizados.

"La senda New Hance y casi todas las del Gran Cañón fueron trazadas por nuestros antepasados, los hisatsinom", me dijo un hopi llamado Leigh Kuwanwisiwma en el South Rim antes de iniciar mi descenso. "Los arqueólogos llaman a nuestros antepasados los anasazi, que es un término navajo que significa 'viejo enemigo".

Kuwanwisiwma vive a unos 80 kilómetros al este, en la Tercera Mesa de Arizona, donde es agricultor y director de la Oficina de Conservación Cultural de los Hopi. Pero siente que el Gran Cañón también es su casa. "Toda la tierra de este cañón está cubierta con nuestras huellas. Aquí está nuestro origen, donde vivieron algunos de nuestros clanes hasta que fuimos enviados a las mesas […]. Aquí vienen nuestros espíritus cuando morimos. Aquí aprendimos nuestras costumbres y las lecciones que guían a nuestro pueblo. Y la lección más importante, que es la de la humildad".

Con esa palabra, Kuwanwisiwma me transmitió la actitud correcta, y acepté el polvo y la dificultad que implica descender la empinada senda. Todos los rastros del temporal de nieve se habían desvanecido. "Ahora estamos en el desierto", dijo mi guía, David Hogan. "No hay ninguna fuente permanente de agua desde aquí hasta el río, a 13 kilómetros. Aquí te puedes morir de sed, y, de hecho, algunas personas han muerto".

El clima era sólo un poco más húmedo hace 1.300 años, cuando los hisatsinom (los anasazi) se instalaron en el fondo del cañón para cultivar algodón, maíz, frijoles y calabazas en las terrazas y playas arenosas del río Colorado. Entre los años 700 y 1200, los anasazi "conocían cada barranco, cada pozo de agua, cada escondrijo y cada camino de entrada y de salida", asegura el guía.

Llenaron el cañón con lo que Kuwanwisiwma llama sus "insignias": ruinas, fragmentos de cerámica, las sendas y otras cosas que hicieron y dejaron tras de sí. Hogan me mostró una de ellas: una esquemática figura humana sobre tres peldaños, cuidadosamente labrada en un peñasco rosa. El significado del pictograma es tan obvio que cualquiera puede leerlo: "Por aquí se sube".

Probablemente también tenían mensajeros que corrían entre los poblados por las sendas, como los que tenían los paiute del sur, quienes vivían aquí cuando, en 1869, John Wesley Powell descendió el curso del Colorado. Y tal vez, al igual que los paiute del sur, tuvieran un repertorio de canciones para ayudarse a recordar la red de sendas que recorren el cañón.

Naturalmente hubo otros pobladores del Gran Cañón miles de años antes que los anasazi: pueblos paleoindios que cazaban fauna como el perezoso terrestre gigante, y pueblos posteriores que pintaron figuras de vivos colores en las paredes rocosas. Y después de que los anasazi abandonaran gradualmente el cañón a consecuencia de una larga sequía, hubo otros: hopi, zuni, paiute del sur, hualapai, havasupai y navajos. "Nunca hubo una época, hasta la creación del parque nacional, en que no hubiera hermanas y hermanos nuestros viviendo en el cañón", sentenció Kuwanwisiwma.

No hay manera de saber qué pensaron los primeros moradores cuando vieron por primera vez el Gran Cañón o levantaron la vista desde sus profundidades, adonde finalmente llegamos Hogan y yo dos días después de partir. En cuanto oímos el río, apresuramos el paso. La temperatura rozaba los 38 grados, y ahí, frente a nosotros, discurría el Colorado, una impetuosa lengua verde jade que azotaba los duros esquistos de la orilla opuesta y acariciaba con suavidad nuestra playa arenosa.

Sobre nuestras cabezas, acantilados como fortalezas y terrazas de suelos irisados se erguían hacia el cielo como una catedral geológica. Éramos enanos en una playa desierta, y a nuestros pies fluía un torrente de agua majestuoso. Arrojamos las mochilas, dejamos caer los bastones y, tal como seguramente hicieron los primeros en llegar al borde del río, nos sumergimos en las frías aguas que han excavado este cañón.

Una noche acampamos sobre un acantilado, cuya pared rojiza se combaba hacia el río. En la orilla opuesta, el Colorado discurría por una amplia playa, el delta del Unkar, escenario de uno de los mayores asentamientos anasazi. Entre la grava se distinguían muros de piedra que marcaban el contorno de sus viviendas, y al lado, montículos de tierra que indicaban la localización de sus huertos. Entrecerré los ojos para imaginar la escena, de modo que los sauces de la otra orilla parecieran un maizal, pero no pude. ¡Nada puede suplir el vacío de un huerto sin hortelano!

Cuando una arqueóloga del parque trajo hasta aquí en barco a Leigh Kuwanwisiwma no tuvo que explicarle el significado de aquellos montículos. "Cuando estoy en el cañón lo veo todo con ojos de campesino", me dijo él. "Y siempre me sorprendo, porque veo que labro la tierra como hicieron mis antepasados. Veo los sitios donde ellos tenían sus huertas, sus casas y graneros, cerca de los oasis y pequeños afluentes, y me digo: ¡sí!, éste es un buen sitio para una granja".

En realidad, los nativos americanos siguen practicando la agricultura en el Gran Cañón, aunque no en el parque propiamente dicho. En el cañón del Havasu, un angosto ramal lateral, los havasupai (o havasu 'baaja, el "pueblo del agua azul verdosa") labran la tierra que habitan desde hace por lo menos 700 años. Unos 450 de los 650 miembros de la tribu viven allí, en el poblado de Supai. No hay carreteras ni vehículos, por lo que casi todos recorren el sendero de 13 kilómetros a pie, a caballo o en mula.

Claude Watahomigie, un hombre taciturno de rostro afilado, me asignó a Kid, su caballo pinto, para el viaje. "¿Va a la cascada de Mooney?", me preguntó, ya que ése es el principal destino de los más de 25.000 turistas que llegan al cañón del Havasu. (El verdadero nombre de la cascada es Madre de las Aguas, pero la llaman Mooney por el nombre de un desdichado minero que cayó en sus aguas y se ahogó).

"Sí y no", respondí. "Me gustaría ver las granjas". Watahomigie asintió con la cabeza, y su rostro se volvió inexpresivo como una máscara. Lanzó a los caballos un silbido grave y empezamos a bajar hacia Supai. Pero yo me había presentado con una autorización del consejo tribal havasupai y, poco a poco, como a su pesar, una expresión más amistosa fue suavizando su mirada cada vez que le hablaba.

La senda serpenteaba, sumiéndose gradualmente en el cañón del Havasu. Watahomigie detuvo su caballo y me indicó un punto situado mucho más arriba de nosotros, entre pinos piñoneros. "¿Ve esa manada de caballos salvajes? Tengo pensado capturar ese palomino y meterlo en mi corral". Los caballos formaban un pequeño grupo cerca de las paredes ocres y doradas del cañón, y de pronto sólo pensé que quería ver a Watahomigie atrapando ese palomino. Su deseo, los caballos salvajes y la libertad de rodearlos y de galopar hacia donde el corazón le lleve me parecieron cosas tan especiales y preciosas como su casa en el cañón.

Hasta principios del siglo XX, los havasupai también vivieron y explotaron un oasis junto a la senda Bright Angel, hoy conocido como Indian Garden (el "huerto indio"). Luego, con la creación del parque, la tribu fue expulsada, y sus viviendas, huertos y campos de melocotoneros fueron destruidos. Sólo les quedaron los dos kilómetros cuadrados del cañón del Havasu, con sus torrentes y sus cascadas de color turquesa. (Otros 750 kilómetros cuadrados del cañón y del terreno circundante les fueron devueltos en 1975).

Así pues, cuando alguien como yo, un rostro pálido como los que decidieron expulsarlos de sus tierras, llega a Supai -un grupo de casas prefabricadas apiñadas bajo los álamos-, la gente suele desviar la vista o hacer como que no te ve, como hizo Watahomigie al principio.

"Querían que desapareciésemos, que nos desvaneciéramos", me dijo airadamente Carletta Tilousi en mi reunión con el consejo tribal. "Como los anasazi, que según ellos también desaparecieron. Pues bien, no desaparecimos, ni tampoco los anasazi. Nosotros somos los anasazi".

"Y los verdaderos guardianes espirituales del cañón", añadió Dianna Uqualla, la vicepresidenta del consejo. "No sólo de este cañón, sino de todo el Gran Cañón. Era nuestro hogar, ¿sabe? Rezamos cada día por su protección". Uqualla empuñó el grueso báculo de las oraciones, adornado con cuentas y plumas, y me condujo de las salas del consejo al exterior del poblado.

La mayor parte del terreno agrícola perteneciente a la tribu es el fértil suelo regado por el río Havasu, y está cercado para impedir el paso de turistas y caballos. Detrás de las cercas están las casas, los huertos de melocotoneros y los campos recién arados, listos para la siembra. Cada casa tiene un corral lleno de caballos.

"Sí, somos gente de caballos", dijo Uqualla cuando comenté la cantidad que había en el poblado. Justo en ese momento apareció su hijo, trotando a lomos de un caballo blanco con el nieto de dos años de Uqualla sentado delante. La dulce fragancia de las flores de los álamos flotaba en el aire, y Uqualla la inhaló profundamente. Ese mismo día acababa de regresar de un viaje. "Mi corazón anhela este lugar cada vez que me marcho", dijo. "Esta mañana, cuando doblé ese último recodo, todos los buenos olores vinieron a mí. Entonces supe que estaba en casa".

En casa. Eso mismo debieron de sentir los anasazi cuando descendían hasta el fondo del cañón. Allí estaban sus huertos, sus hogares, la gente y los lugares que más aman. Ha sido bueno saber que algunos de ellos todavía lo sienten, que aún experimentan ese grandioso sentimiento de sentirse en casa en el Gran Cañón.

2006: premio de Comunicación y Humanidades

Chris Johns. "The unexpected canyon, publicado el pasado mes de enero, es un artículo del que estoy especialmente orgulloso. El legendario paisaje del Gran Cañón de Arizona tiene más vida que nunca en las imágenes tomadas por Michael Nichols. El texto, de Virginia Morrel, se concentra en los descendientes de sus primeros habitantes, los indios anasazi, que todavía están orgullosos de ver en el Gran Cañón su hogar. Nichols y Morell son los últimos de una larga tradición de periodistas de National Geographic que han informado sobre el cañón en el último siglo. De hecho, uno de los fundadores de la sociedad, el explorador John Wesley Powell, encabezó la primera expedición científica en 1869. ¿Por qué sigue volviendo allí la revista? Porque este lugar, por el que parece no pasar el tiempo, no deja de cambiar, y se revela en nuevas formas a nuevas generaciones de lectores. Estoy seguro de que alguna vez han visto reportajes sobre este tema en otras publicaciones. Pero también sé que nadie ha informado sobre el Gran Cañón como National Geographic". l Chris Johns es director de la edición estadounidense de la revista 'National Geographic'.

Más información sobre la sociedad y la revista en: www.nationalgeographic.com

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