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Columna
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La deshonra rusa

Josep Ramoneda

En La deshonra rusa, Ana Politkovskaya señalaba tres razones por las que no le gustaba Putin: el racismo, un racismo a menudo invisible, como es propio del siglo XXI, que se va extendiendo por todo el país; la antirreconciliación, es decir, la voluntad de mantener a la ciudadanía en permanente combate contra un enemigo, en este caso, el mal caucasiano; y la justicia sumaria, "cargarse a los terroristas en los meaderos", conforme a la célebre frase de Putin; otorgar a las fuerzas de seguridad y sus círculos concéntricos poder para actuar permanentemente bajo el principio de excepción de la ley.

El pasado sábado Ana Politkovskaya fue víctima de esta justicia sumaria que ella denunció. Es muy probable -sobre todo si Estados Unidos y Europa siguen hipnotizados ante Putin- que las versiones oficiales del caso atribuyan el asesinato a un perturbado, un borracho, un asaltante callejero o un enemigo personal de la periodista. Ana Politkovskaya, como todo periodista crítico en Rusia (y quedan ya muy pocos) había sido amenazada desde todo tipo de instancias oficiales y paraoficiales y había sido señalada repetidamente como un enemigo, especialmente por parte del Gobierno títere que Putin instala en Chechenia. De modo que sólo hay dos hipótesis verosímiles para su asesinato: o ha sido ordenado y organizado directamente desde el poder ruso, ya sea en su versión central o en su versión chechena, a través de cualquier terminal de los servicios de seguridad (la hipótesis más probable); o ha sido obra de gente contaminada y alentada por el discurso nacionalista desplegado por los medios del poder, es decir, casi todos los medios de comunicación, que convierten a cualquier discrepante en traidor a la patria.

"La Rusia de Putin -había escrito la Politkovskaya- es moralmente aún más sucia que la de Yeltsin. Se parece a un vertedero cubierto de basura y de zarzas". La infección que produjo "la gangrena moral" de Rusia tiene sus orígenes en el pasado soviético, pero su raíz inmediata en la guerra de Chechenia. "La guerra no se habría iniciado -dice la periodista- si el teniente coronel Putin, poco conocido de la opinión pública, no hubiese necesitado aumentar sus cuotas de popularidad para las elecciones presidenciales". Putin buscó en la sangre de Chechenia su legitimidad y sobre ella ha construido un régimen neoautoritario que se caracteriza porque todos los hilos del poder (ejecutivo, judicial, legislativo, económico y mediático) convergen ya no sólo en el Kremlin, sino directamente en el despacho del presidente; y porque la Constitución -al modo de lo que ocurría en la Unión Soviética- es irrelevante, porque son las prácticas políticas y judiciales que la arbitrariedad del poder único impone lo único que cuenta.

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Decía Tzvetan Todorov en Memoria del mal, Tentación del bien que "dado que (en la Unión Soviética) el poder del partido sustituía la autoridad del Estado, la caída de uno ha revelado la desaparición del otro. La ausencia de Estado es peor que la presencia de un Estado injusto porque deja el campo libre a la pura confrontación de fuerzas brutas, y a un ascenso impresionante de la criminalidad". Años después, sobre estas fuerzas brutas, Putin ha construido su Estado personal, en el que se persigue a cualquier medio de comunicación que no acepte el juego del Kremlin; se destruye a los empresarios que no forman parte del núcleo de amistades; se somete al poder legislativo, convirtiendo a cualquier oponente en invisible; se aplica la justicia sumaria a los que estorban; y se ejerce -conforme a la tradición rusa- un nihilismo de Estado para que nadie olvide que el material humano es, para el poder, carne de basura. La Politkovskaya estaba investigando una de las más abrumadoras demostraciones de esta creencia de que matar es un fin en sí mismo: la matanza de la Escuela de Beslán, en que Putin demostró que para él los niños no eran más que figurantes de su orgía nihilista.

Esta es la Rusia que Putin está construyendo con el petróleo como arma estratégica para hacerse respetar, ante la complicidad de los líderes occidentales, que le blanquean todos sus crímenes a cambio del suministro energético y de un control, sin reparar en medios, de su inmenso país. La economía rusa se aguanta con el dinero del petróleo, la arbitrariedad de un Estado de derecho sometido al capricho del poder dificulta enormemente las inversiones extranjeras y da como resultado una economía mafiosa, fundada en el amiguismo y las simpatías cambiantes del poder político. Dice Javier Solana que un día le dijo a Putin: "No se ha visto nunca un solo producto made in Rusia en las tiendas de Europa. Y eso sí debería preocuparte". Así es de artificial la economía rusa.

Y, sin embargo, Bush trata a Putin como un socio privilegiado y fiable; Schroeder, que siempre miró a Moscú, no tiene ningún reparo, al dejar el poder, en irse a ganar dinero en una terminal del complejo energético ruso; Aznar le apoyaba incondicionalmente contra los chechenos, porque todos los terrorismos son iguales; Chirac y Zapatero le ven como un aliado útilen sus desencuentros con los americanos. Y así sucesivamente. ¿Después del asesinato de Ana Politkovskaya, seguirá todo igual? Me temo que sí, que las cosas no irán mucho más lejos que diplomáticas protestas de ritual con expresiones de confianza en la justicia rusa. Puro sarcasmo.

¿Por qué este temor de Putin? La razón presuntamente objetiva que me han dado en conversaciones privadas algunos dirigentes políticos tanto de la derecha como de la izquierda europea es el miedo a Rusia. La Unión Soviética era una bomba retardada cuya explosión podía haber hecho saltar el mundo. Putin ha sido capaz de poner orden y ha evitado el caos. Nuestros líderes demócratas no hacen ascos a los líderes autoritarios cuando se trata de resolver conflictos en territorio ajeno.

El razonamiento, sin embargo, encubre errores anteriores y es de una cortedad manifiesta. Encubre errores anteriores: el régimen autoritario de Putin ha sido posible, en buena parte, porque la presión de Estados Unidos forzó un paso brusco del socialismo al capitalismo, sin crear previamente las condiciones legales necesarias, sin buscar los ritmos adecuados para que el proceso fuera asumible por la sociedad. El resultado fue que un sector de la misma nomenclatura soviética se metamorfoseó en poder económico y político a la vez. Y así se impidió la construcción de una democracia sosegada. De cortedad manifiesta: ¿qué es más peligroso para Occidente, el caos que dicen que Putin ha evitado o el régimen autoritario que este hombre ha construido, que como todo el mundo sabe dispone de petróleo y de armas de destrucción masiva?

No creo en el fatalismo de los pueblos. Pero es posible que, como escribía Ana Politkovskaya, "la esclavitud es nuestra perdición. Pero también nuestro fetiche. Nos encanta ser esclavos", todo el mundo tiene la costumbre de "alinearse con el zar, nuestro padre". Sobre estos hábitos de sumisión y con el eterno recurso al discurso nacionalista, Putin ha construido su sistema. Ahí están los resultados: La ejecución sumaria de gentes incómodas por la salud del zar y de la patria. El nacionalismo mostrando cada día un poco más su feroz y violenta cara en las calles de Moscú. Ahí están los gobiernos occidentales, dejando a su triste suerte a los demócratas rusos, y apuntalando, cada día un poco más, el régimen de Putin. ¿Servirá la muerte de Politkovskaya para que se empiece a mirar a Rusia de otra manera? ¿O se permitirá que el Cáucaso siga siendo el territorio en que Putin enciende la llama del nuevo nacionalismo autoritario ruso?

Cuando la indiferencia y el miedo se imponen, cuando todo se justificaba por la lucha contra el enemigo, cuando política, justicia y dinero se conjugan en una misma persona, la democracia languidece, el poder se concentra y los matones campan a sus anchas. Y cuando se juega, como ocurre ahora en el mundo, con las doctrinas de homogeneidad étnica y con la apología del comunitarismo nadie está a salvo de esta deriva. Politkovskaya nos lo recordó mil veces y nadie le hizo caso. Ella está muerta. Y Rusia profundamente enferma.

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