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Análisis:Puro teatro | TEATRO
Análisis
Exposición didáctica de ideas, conjeturas o hipótesis, a partir de unos hechos de actualidad comprobados —no necesariamente del día— que se reflejan en el propio texto. Excluye los juicios de valor y se aproxima más al género de opinión, pero se diferencia de él en que no juzga ni pronostica, sino que sólo formula hipótesis, ofrece explicaciones argumentadas y pone en relación datos dispersos

"Mein camp"

Marcos Ordóñez

Los productores es una catedral de palillos usados, un globo aerostático de chicle, un banquetazo en un restaurante chino. En los descreídos años setenta, Susan Sontag acuñó el término camp para designar una sensibilidad nacida de materiales extremos, en los antípodas de la mesura y el "buen gusto", pero centrifugados y convertidos en máquinas de placer. Mel Brooks es al humor camp lo que Robert Aldrich al melodrama gótico o William Castle al cine de terror: un monarca absoluto. Mel Brooks es judío, y hablar de "humor judío" es hablar de chutzpah, un concepto mucho más antiguo que el camp, traducible como descaro sin culpa o desfachatez radical. A primera vista, Los productores contiene algo para molestar a todo el mundo. Su ironía antinazi avanza con la sutileza de una motosierra, sus personajes no pasarían el examen del más tronado burlesque, sus números musicales parecen copias de copias, acumuladas en la glotona memoria auditiva de Brooks. Sin embargo, funciona maravillosamente: es, en jerga de Broadway, un rotundo crowd-pleaser, un artefacto capaz de complacer a todos los públicos. A estas alturas ya conocen de sobra la historia. Un mangante hiperbólico y su pusilánime escudero se disponen a dar el gran golpe: producirán el peor espectáculo del mundo con la pasta de quinientas ancianitas ninfómanas. La función, según sus planes, se irá a pique en la noche del estreno y ellos huirán a Río con el botín de sus inversoras. Cuentan con el peor director de la ciudad, un elenco de todo a cien, y una obra vomitiva cuyo título no puede ser más expresivo: Primavera para Hitler. Sin embargo, su invento se convierte en el mayor éxito de todos los tiempos. El paralelismo entre significante y significado, que diría un pelma, es tan obvio que he estado a punto de titular esta crónica 'Yo fui una ancianita ninfómana'. Todos somos ancianitas ninfómanas, desplumadas y pidiendo más, en manos de Mel Brooks: nos encanta que nos lleve al huerto con sus mañas. Hay otro pedazo de metáfora en el bajo vientre de Los productores. La descastadísima sátira del poder gay en Broadway, emblematizada por el director Roger de Bris y su banda de locazas, encubre el mensaje conceptual: ellos, quintaesencia del camp, son quienes transmutarán la basura en oro, la gaseosa en champán. Los productores sólo puede hacerse así, en estado de pura efervescencia: ésa es la palabra clave para definir el montaje que acaba de presentarse en el Coliseum de Madrid. Felicidad en vena, y por tres viales simultáneos. No llega todas las noches al torrente sanguíneo la certidumbre de que a) la producción funciona de fábula, b) va a eternizarse en cartel, y c) pasa la definitiva prueba del nueve: el mismísimo Mel Brooks, en la butaca vecina, contempla a los actores con los ojos aclaraboyados de gozo. Y no es amor de padre: la versión española de Los productores, dirigida por BT McNicholl, le da cien vueltas a su homónima inglesa, y la traigo a colación porque les cae más cerca si quieren comprobarlo. Lo que en el Drury Lane parece un episodio alargado con Viagra del show de Benny Hill, aquí es un Joven Frankenstein de Chueca con todas sus partes cosidas a mano. La escenografía, firmada por Jon Berrondo, no tiene nada que envidiar a la de Broadway y el West End; la orquesta, dirigida por Santiago Pérez, suena de perlas; las coreografías de Karen Bruce relumbran, el ritmo es agilísimo, y los cantables en español, eterna asignatura pendiente, están traducidos con experta malicia por Xavier Mateu. Los productores también cuenta con algo inusual: un elenco de verdaderos actores, que juegan como niños sabios, se lo pasan bomba y contagian su alegría. José Mota es la gran revelación del espectáculo, un Leo Bloom que recuerda a un joven Manuel Galiana, cantando y bailando con ángel y chispa. El imponente Fernando Albizu (Revelación/Confirmación Bis) hizo exclamar a Mel Brooks: "Si sabe inglés, me lo llevo a Broadway", y no es para menos: su composición de Franz Liebkind, el nazi tarado (redundancia) que escribe Primavera para Hitler, está trenzada con los gloriosos mimbres de Zero Mostel, y su número Haben Sie Gehört Das Deutsche Band? es un showstopper como la copa de un pino. La efervescencia camp en estado puro corre a cargo de un doble terremoto: Miguel del Arco, formado en la CNTC (y Javert en Los Miserables) es un arrasador Roger de Bris, y Ángel Ruiz interpreta a Carmen Ghia, su mano derecha (e izquierda), como si el espíritu del Joel Grey de Cabaret hubiera poseído a Octavio Aceves. Cerrando el repóquer, Dulcinea Juárez (Yum Yum en El Mikado) es una Ulla perfecta: espectacular en todos los sentidos, exhala la magia de las Grandes Rubias del cine sin un solo átomo de la bobería que les confiere el cliché. Santiago Segura, indiscutible motor del proyecto (gracias desde aquí) le ha echado un par: no debe ser cosa fácil debutar en teatro con un personajazo del calibre de Max Byalistock y teniendo al padre de la criatura en la fila siete.

A propósito de Los productores, de Mel Brooks, estrenada en el Teatro Coliseum de Madrid

Segura no es un cantante pero tiene gracia y oído, y saca adelante números tan puñeteros como el enrevesado soliloquio de Traición: tampoco a Rex Harrison le hubieran contratado en el Covent Garden y ha pasado a la historia como el profesor Higgins. El arquetipo de Torrente era una bestia a abatir, y quizá por eso Segura se ha ido un poco hacia el extremo opuesto: si de algo peca su trabajo como actor es de una contención excesiva, que en la noche del estreno rozó el envaramiento. Como debutante tiene la gran suerte de contar con la tutela de un director con toneladas de oficio y unos compañeros de postín, con los que puede medirse, aprender y crecer día a día. Segura se sabe su personaje al dedillo y lo controla técnicamente, pero le falta soltarse, insuflarle su propia autoridad y bajarlo al público. No me extrañaría nada que, cuando lean ustedes estas líneas, a una semana del estreno, el gran salto ya se haya producido: es la guinda que le falta a este formidable pastel.

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