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Rebelde sin causa

Al igual que sus personajes, Martin Amis tiene una extraordinaria capacidad para fabricarse él solito un montón de problemas. Será que le gusta la brega, que sólo se siente vivo si está a la contra. Cuando las cosas van bien y todo parece pacificado, Amis empieza a ponerse nervioso y necesita ponerle remedio a lo que, para él al menos, es un verdadero desastre.

Y entonces, con ingenio sin igual, lanza una provocación, dispara el dardo de un comentario de mal gusto sobre uno de sus colegas, escribe una reseña desdeñosa, o incluso alguna que otra novela entera animado de ese espíritu ponzoso, y arma la gorda. Lleva toda la vida así, y todos nos hemos ido haciendo mayorcitos, de modo que ahora ya sabemos que no tiene enmienda. Desde el principio sentó cátedra de rebelde, en parte sobre el modelo de la generación Rolling Stones, a la que pertenece, en parte sobre el de aquel James Dean que insultaba a su padre en Rebelde sin causa.

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Leí fascinado, y luego traduje divertido, su primera novela, El libro de Rachel, que era una historia de iniciación amorosa e intelectual muy sui géneris, con un protagonista repelente como el primero de la clase, pero follador como el último. Esa paradoja barroca de los opuestos unidos es tal vez la clave sobre la que se sostienen la obra y la vida de Martin Amis. En aquel momento Amis era el apellido de su papá, un notable escritor costumbrista, Kingsley, al que los jovencitos despreciábamos por antiguo. Martin era, por el contrario, el epítome de lo nuevo y lo moderno, justo lo que acababan de inventar los rockeros británicos: la novedad, la modernidad, los chicos con melena sobre las orejas, las chicas con la belleza del muslo por fin al descubierto gracias a la miniskirt. Para mí representaba todo eso, y además lo hacía de una manera muy narrativa y muy desenvuelta, virtudes ambas que en la novela española de aquellos tiempos, comienzos de los ochenta, no eran fáciles de encontrar.

Amis comparte con el rock la combinación de cultura escrita y cultura callejera, y Dinero es su particular homenaje-autorretrato a ese cóctel que hizo de la Inglaterra de esa década el centro del mundo. Dinero estuvo esperándome casi un año en una estantería a la altura del respaldo de la butaca donde trabajaba Jorge Herralde, porque me daba agobio traducir un libro tan difícil, y porque de entrada ya se veía que iba a ser para mis maltrechas finanzas de colaborata un mal negocio: muchísimas horas para avanzar media página jamás ha sido el sueño de un traductor. Pero al final cedí, acepté. Creo que me salió mal el arranque, pero luego le fui cogiendo el tono y el Dinero en español se puede leer. Amis encontró allí una nueva expresividad basada en el autorretrato en daguerrotipo. El protagonista padece los mismos y pertinaces dolores de muelas que el autor, vive con poco entusiasmo su aventura americana, y acaba detestando a todo el mundo. Amis es mejor novelista cuando se agarra a una estructura de género que cuando pretende ser el más rebelde de todos los rebeldes. Tren nocturno es breve, dura, como una buena pieza de jazz de los cincuenta. La flecha del tiempo, en cambio, representa la manía vanguardista (cuenta la historia del final hacia el comienzo) que a veces le hace tan pesado.

El dinero le ha importado siempre mucho a Amis. Cuando nos vimos en la feria de Francfort allá por los noventa, me saludó efusivamente. Su cabeza grande y su talla menuda son inconfundibles, como mi narizón y ojos de chino, me imagino. Así que nos reconocimos enseguida pese a los seis o siete años transcurridos. Su comentario fue escueto: "You look really affluent", dijo mirando fijamente mi atuendo, con mi corbata de director editorial de Plaza & Janés. Sí, Amis siempre ha tenido mucho ojo para el dinero.

Enrique Murillo es editor y escritor-

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