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La hora de la democracia en Cuba

En su tercer discurso inaugural, Roosevelt nos decía que "la aspiración democrática no es una simple fase reciente de la historia humana. Es la historia humana". Sin democracia, la libertad -y con ella la posibilidad de desarrollar su destino único y trascendente- no es más que un espejismo. Y no sólo la libertad individual, también la estabilidad política, el bienestar económico, la justicia social y todas aquellas cosas que definen a una comunidad en la que vale la pena vivir.

A estas alturas de la historia está demostrado que no se pueden perseguir fines nobles con medios innobles, que de la opresión no germina nunca la libertad y que una dictadura puede satisfacer las necesidades más básicas de las personas, pero no las más importantes, como el respeto a su dignidad. Eso sólo lo hace una democracia.

Los países iberoamericanos conocen esta verdad como el escozor de una vieja quemadura. Su rostro está surcado por cicatrices que los autoritarismos de todo signo han grabado. La presencia de la democracia en Iberoamérica ha sido un largo proceso de aprendizaje social, tentativo, sujeto a retrocesos, pero cierto e invaluable. También ha sido una conquista obtenida a golpe de llanto y de sangre que, sin embargo, no ha alcanzado todavía a una de nuestras naciones hermanas. Cuba es hoy la única excepción en la gran transformación iberoamericana hacia la libertad. Cuba es hoy el único país hermano que se niega a aceptar que la democracia, a pesar de todas sus carencias y debilidades, es el sino de nuestra historia.

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Para quienes genuinamente creemos que la democracia es un derecho de los pueblos, ha pasado de sobra el tiempo de tapar con hojas de parra lo que todos sabemos. Cuba no es una democracia "diferente", ni ha seguido un camino propio, escogido por el pueblo cubano. Cuba es -lisa y llanamente- una dictadura, y eso nos duele a quienes amamos la libertad. Porque una democracia significa cosas muy concretas: elecciones libres sobre la base del pluralismo, libertad de asociación y de expresión, espacios para ejercer el elemental derecho a disentir y manifestar la oposición por medios pacíficos, libertad de prensa y ausencia de censura.

Ante todo, democracia significa un poder político sometido a límites y controles, el más importante de los cuales es el control ciudadano que implican las elecciones periódicas y la posibilidad cierta de la alternancia en el poder. Nada de esto existe en Cuba.

Si alguien insiste en afirmar que el pueblo cubano desdeña estos privilegios y rechaza esta acepción de democracia, nos tendrá que decir qué extraordinario rasgo antropológico o genético separa a los cubanos de los alemanes del Este, que celebraron con júbilo la caída del Muro de Berlín; de los checos que, saliendo por miles a la calle, hicieron posible la Revolución de Terciopelo en 1989; de los estudiantes chinos masacrados en la plaza de Tiananmen; de los activistas que, a pesar de la represión, insisten en unir su voz a la de Aung San Suu Kyi para pedir la democracia en Myanmar; de los miles y miles de españoles, argentinos, chilenos, uruguayos, portugueses, brasileños, peruanos, salvadoreños, nicaragüenses... que perdieron la vida, la libertad o el arraigo a su patria, en la lucha contra las dictaduras y en el afán de hacer valer los derechos que son esencia de una democracia. Nos tendrá que responder, en suma, por qué Cuba camina a contrapelo de la historia.

Quisiera pensar que la convalecencia del presidente Fidel Castro abrirá, por fin, un debate largamente pospuesto sobre la transición democrática en la isla. Es una discusión en la que los países iberoamericanos -víctimas muchos de ellos del olvido internacional cuando eran gobernados por dictaduras- tienen el deber de participar. No para imponer un rumbo al pueblo cubano, sino tan sólo para crear las condiciones para que este último elija -genuinamente y no de mentiras- un camino propio.

Al igual que fue el caso hace dos décadas en Centroamérica, los países iberoamericanos debemos ofrecer a Cuba las condiciones para una negociación política sin intervenciones extrarregionales, sin amenazas, sin violencia y sin bloqueos. Para ello, es preciso otorgar al pueblo de Cuba garantías que hagan posible una transición democrática ordenada.

La primera y más urgente garantía por la que debemos luchar en todos los foros internacionales es el levantamiento del embargo económico y comercial al que ha sido sometida la isla durante muchas décadas. La segunda es el compromiso iberoamericano de presionar fuertemente, a todo nivel, por el cierre de la base naval estadounidense en Guantánamo y su retorno a soberanía cubana.

El apoyo inequívoco de las naciones iberoamericanas en ambos aspectos constituye una base razonable para pedir al Gobierno de Cuba señales claras de apertura democrática. El régimen cubano debería dar esas señales no tanto como una muestra de buena voluntad, sino de elemental racionalidad, como un paso estratégico para hacer posible una transición ordenada, con pleno apoyo internacional y capaz de preservar algunos logros significativos de la Revolución.

La situación de Cuba es mucho más que un problema político. Es, ante todo, como alguna vez lo advirtió José Figueres Ferrer, un problema humano. Los cubanos merecen la oportunidad de escoger su destino. Si los demócratas de Iberoamérica contribuimos a abrirles esta posibilidad, estoy seguro de que elegirán transitar, junto con todos nosotros, la aventura de la libertad y la democracia que nuestra comunidad de naciones ha emprendido irrevocablemente.

Óscar Arias Sánchez es presidente de la República de Costa Rica.

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