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HISTORIAS DE FAMILIA

Historias de guerras

Juan Luis Cebrián

En la calle de Alcalá de Madrid, a pocos metros de la puerta que lleva su nombre (¡mírala, mírala!), había una chocolatería o café cuyos dependientes aseguraban era el primer local de la ciudad que contó con aire acondicionado. En ella residenciaba una tertulia a la que asistía con frecuencia el doctor Cebrián Gimeno, un médico de la Armada casado con la hija de un colega al que nunca conoció (don José Carabias, teniente coronel del Ejército, había sido galeno personal del general Espartero y todavía guardo en casa un bastón de hueso de manatí, con empuñadura de oro, donde luce una dedicatoria del príncipe de Vergara). Mi abuelo Vicente Cebrián era un librepensador de derechas, aficionado a la buena vida y las aventuras galantes, sin más entusiasmo por el dinero que el placer que da gastarlo y con muy pocas, o ninguna, ansias de poder. De joven, había compartido correrías con don Manuel Merino, que fue teniente o capitán de la Guardia Real de don Alfonso XIII, amén de periodista y progenitor de una exitosa saga de cineastas. Malas lenguas de la profesión aseguraban que don Manuel había cubierto como enviado especial la guerra de Crimea encerrado en un chalet de la sierra madrileña, desde la que enviaba sus vibrantes crónicas del frente, construidas a base de las noticias que recogía de las radios internacionales, mientras disfrutaba de los arrumacos de un par de bellas. Ignoro si don Manuel, al que tuve la fortuna de conocer en la redacción del diario Pueblo, asistía también a la tertulia del citado café, y si padeció pulmonía similar a la que mi abuelo contrajo como consecuencia de someterse a los efluvios de la primera máquina de enfriar el aire que se instaló en un local público de la capital. Pero no me extrañaría que hubiera sido así porque a ambos les horrorizaban las inclemencias del tiempo. Hasta el punto de que, en cierta ocasión, el capitán Merino se permitió rendir honores durante una parada militar desfilando al frente de la guardia cómodamente instalado en el interior de un simón, para protegerse de un espeso chirimiri que amenazaba con arruinar su recién estrenado uniforme. A la hora de saludar, sable en mano, protocolariamente a la bandera, sacó el brazo por la ventanilla del carricoche, humillándolo marcialmente ante los muy asombrados ojos de la concurrencia. Aquellos militares de la belle époque parecían valorar, sobre todo, la estética admirable de sus atuendos, pensados para los bailes de palacio antes que para las trincheras.

Me asombró oír un día el comentario de Mercedes Cebrián, mi tía, cuando dijo que no se vivía tan mal en guerra
El doctor Cebrián Gimeno mantuvo algún tipo de amistad con don Melquiades Álvarez, político republicano

El teniente Vicente Cebrián Gimeno estuvo embarcado durante la guerra de Cuba y tuvo que bregar contra el escorbuto que diezmó a la marinería. Sin duda, pasó momentos de enorme dureza y desasosiego por ello, pero el único testimonio gráfico de aquel viaje que ha perdurado en su familia es el de un apuesto oficial médico que enciende un cigarrillo en la cubierta del barco, ayudado por un marino que le sostiene el pebetero manteniéndose erguido en el primer tiempo de saludo y con el fusil en bandolera. Esa imagen describe mejor que nada los hábitos y modos imperantes en una flota cuyo almirantazgo, desde los desastres de la Invencible y Trafalgar, se ha mostrado siempre más proclive a intervenir en los negocios de la política interior que en la exploración y defensa de los intereses de ultramar.

El doctor Cebrián había casado, como digo, con la única hija del segundo matrimonio, por viudedad, del doctor Carabias, médico de Espartero. Cartas de éste a mi bisabuela Liboria, en un tono de exaltación reprimida, ponderando la lozanía de la nueva esposa de su amigo y cuidador, aparecieron un día en el desván del domicilio familiar y han alimentado la leyenda doméstica sobre una eventual correspondencia amorosa entre ellos. Ni este detalle, ni ninguno de los otros apuntados, son importantes en nada, si no es para describir que aquella era una casa de orden en todos los sentidos, un orden sólo interrumpido por las ocasionales extravagancias del cabeza de familia, y empleo el término en su más concreto sentido etimológico.

Aficionado a la vida social, apuesto y emprendedor, el doctor Cebrián Gimeno mantuvo algún tipo de amistad con don Melquiades Álvarez, político asturiano fundador del Partido Reformista en el que inicialmente militara don Manuel Azaña. Álvarez era un hombre decente, de profundas convicciones republicanas, y llegó a ocupar la presidencia del Congreso de los Diputados. En parte gracias a la relación con él, y desde luego debido a su formación académica y militar, mi abuelo obtuvo un cargo de relevancia en la Cruz Roja Española, que desempeñó por no mucho tiempo, e ignoro con qué acierto. Entonces la Cruz Roja, que había sido férreamente controlada por la dictadura de Primo de Rivera y gozó con la República de tiempos de cierto esplendor, era una organización de enorme significado institucional, por lo que difícilmente se la podría considerar, como hoy, una ONG.

De modo que la vida de la familia Cebrián Carabias, compuesta entonces por el matrimonio y tres hijos -sólo uno de ellos varón-, transcurría con normalidad y sin aprietos en los años precedentes a la Guerra Civil. No eran gentes de dinero pero tenían lo que se dice un buen pasar. Católicos y conservadores, aunque sin demasiados aspavientos, la revuelta militar del general Franco les pilló en Madrid, haciendo las maletas para las vacaciones estivales, y en Madrid se quedaron durante toda la guerra, a excepción de mi padre, el más joven de la familia, que decidió refugiarse -para evitar ser movilizado- en la Embajada de Cuba, junto con su novia y la familia de ésta, y fue canjeado posteriormente, en unión de otros que se hallaban en idénticas circunstancias, por un grupo de presos republicanos en poder de los franquistas.

La existencia en el Madrid cercado por las tropas rebeldes durante la Guerra Civil no debió ser fácil para nadie. Nuestra literatura está llena de testimonios sobre la tortura ejercida en las cárceles y checas comunistas y sobre el heroísmo popular de las tropas y civiles fieles a la República. El "¡No pasarán!" de Dolores Ibárruri sigue siendo un grito emblemático de las izquierdas más de sesenta años después de que sí lograran pasar, efectivamente, los fascistas, tal y como se encargó de cantar Celia Gámez en los teatros de variedades. Hoy, que tanto se habla de la recuperación de la memoria, conviene puntualizar que la de los vencedores fue reiterada con veneración, incluso de manera inventada, por el aparato propagandista de la dictadura, que logró hacer perdurar el espíritu de la Guerra Civil prácticamente hasta la muerte del generalísimo. El imaginario colectivo de las derechas nos habla, en cualquier caso, de Madrid como la ciudad mártir de la contienda, en la que los sufrimientos de las gentes favorables a los rebeldes fueron infinitos. Y el de los republicanos vencidos o exiliados no cesa de cantar el arrojo y sacrificio de aquel pueblo diezmado por los bombardeos, acosado por los nacionales y escindido, finalmente, por las sangrientas luchas tribales de los partidos de izquierda. Por eso me asombró oír un día el comentario de Mercedes Cebrián, mi tía, cuando me aseguró, ya durante la transición democrática, que no se vivía tan mal en guerra.

-Eso sí, todo resultaba un poco más caro -añadió con su inconfundible vocecita de octogenaria.

Me sorprendió la frase porque venía de una persona de indudables ideas conservadoras, partidaria del régimen franquista y lectora empedernida del Abc. No obstante, aquel comentario simple desmontaba, por sí mismo, la épica de tantos relatos que desde uno y otro bando se volcaban sobre la opinión pública, tratando de galvanizarla en pro y en contra de la República, en pro y en contra de quienes justificaban la dictadura. Caí, entonces, en la cuenta de que, pese a ser mi abuelo un jefe de la Armada, no fue detenido en ningún momento (pese a que la marinería había arrojado por la borda a la mayoría de los oficiales), su casa no fue registrada, o lo fue sólo en una ocasión precisamente a la busca de mi padre, ya ausente, y no conocía yo historias de agresiones o vejaciones contra sus moradores, como las que escuchaba en otros ambientes similares. A partir de estos datos reconstruí, con la ayuda de Mercedes, un panorama probable en el que aquella familia de la burguesía madrileña se empeñaba en seguir viviendo bajo las bombas más o menos como lo había hecho toda la vida, con una criada a su servicio, que garantizaba la inviolabilidad del hogar a cambio de poder invitar a su lecho al miliciano encargado de supervisar el área, y empleando los restos del patrimonio común en procurarse una calidad de la existencia que desdijera de las crónicas sobre las hambrunas originadas por el cerco a la capital. Las cosas subían, así, de precio de manera astronómica y no sé cuánta bisutería fina había que desembolsar por obtener una docena de huevos frescos o un par de kilos de fruta de la mejor calidad. Mientras tanto, a unos centenares de metros de allí, en las embajadas atestadas de refugiados, en una de las cuales se hallaban mis padres, escaseaba el agua, menudeaban los cortes de luz y la comida era casi inexistente; y, un poco más lejos, en las trincheras de la ciudad universitaria, morían cada día decenas de voluntarios en defensa de la República frente a las tropas rebeldes. Sin embargo, en la calle de Alcalá, la gran parte de la familia del teniente coronel Cebrián Gimeno impostaba la figura tratando de contarse a sí misma que, fuera como fuera, sobre el estruendo de la guerra, el martirio de los detenidos, el hambre de la población y la angustia de la política, la vida continuaba. El resultado fue que la familia se arruinó pero los días fueron menos infelices de lo esperado.

La imagen, lejos de irritarme, me enterneció. Me evocaba otras historias, aparentemente dispares pero en realidad muy parecidas, como la que contara Luis García Berlanga en La vaquilla, que narraban cómo la vida cotidiana de las gentes se resistía a ser deglutida por el horror, en medio del corazón de las tinieblas. Aquello me invitó a reflexionar sobre el derecho a la resistencia pasiva de tantos ciudadanos que no creen en la violencia y detestan el infierno de sangre y destrucción al que muchas veces son condenados por sus líderes. Una forma de protesta es pretender seguir como si nada de eso existiera. En las guerras modernas, la actitud de quienes las padecen sigue siendo idéntica. Las gentes se esfuerzan no ya en sobrevivir, sino en vivir al uso, pese a la contundencia de los bombardeos, la insidia de las balaceras y la escasez de los suministros. Es, era también para la familia Cebrián Gimeno, una especie de fuga hacia delante, a la búsqueda del equilibrio doméstico y sentimental en que a veces se convierte la felicidad (ya dijo Bertrand Russell que ésta es lo más parecido a lo que siente un gato acurrucado frente a la lumbre).

Al final de la guerra, mi abuelo fue detenido por los franquistas, acusado de rojo, por sus ideas moderadas pero republicanas, y enviado por un tiempo a la cárcel de Porlier. Más tarde sufrió algún otro tipo de exclusión o represalia, mitigados por la intervención de mi padre. Se contaba en la familia que la sombra de su relación con don Melquiades era uno de los motivos de disgusto de sus compañeros de armas, algo a mi juicio improbable, porque el prócer asturiano, que había evolucionado hacia posiciones conservadoras, fue encarcelado por el Gobierno del Frente Popular nada más comenzar la contienda, y ejecutado casi de inmediato. Finalmente, el doctor Cebrián Gimeno obtuvo un empleo como médico en la prisión de mujeres de Ventas. Allí gozó de cierta popularidad entre las reclusas, muchas de ellas sin otro delito a sus espaldas que el haber sido fieles al régimen democrático. Su tiempo libre lo dedicaba a escuchar la radio y a la papiroflexia, con lo que no volvió a ocuparse de ningún barco que no fuera de los de papel.

Estas historias han sido transmitidas oralmente, durante décadas, en el seno de mi familia. Como toda tradición, están sometidas al fruto de la fantasía y a la imaginación de quienes las narran o quienes las escuchan. De todas formas, tengo la dicha de poder comentarlas aún con mi padre, que, a sus noventa y dos años, mantiene la cabeza lúcida y la memoria vigente. Por lo demás, tan importante o más que la realidad escueta de las cosas es la forma en cómo uno las experimenta, las sueña y las inventa. Luego están los testimonios escritos y las fotografías de turno. Cuando mi abuelo murió, hurgando en su biblioteca, encontré un libro de don Teófilo Ortega titulado ¿Adónde va el siglo? Rusia-Méjico-España. Para mi curiosidad, la obrita, que conservo, estaba prologada, bien que someramente, por el conde de Romanones. Incluía también como colofón dos ensayos de hombres inequívocamente de izquierdas: uno del sindicalista Ángel Pestaña y otro del mítico Andrés Nin, líder comunista catalán que fue expulsado del partido por su activismo antiestalinista y asesinado por sus antiguos correligionarios. El libro está dedicado "a cuantos soportan las molestias de la autoridad con pretexto de haber cometido un delito de los llamados políticos", y el doctor Cebrián Gimeno subrayó de puño y letra algunas de sus sentencias. Entre otras, ésta tan contundente: "Si quieres vencer, no amenaces. Actúa y calla". Era lo que Nin sugería en el epílogo, para acabar con semejante predicción: "El siglo va hacia el socialismo; nada podrá evitar, en definitiva, que la clase obrera, destruyendo el capitalismo, conquiste para la humanidad esa clase elevada de civilización". Corría el año 1932 y todavía la República Española lucía pantalón corto.

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