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Reportaje:HOLANDA 2 | CRÓNICAS DE LA VIDA

Lejos de Amsterdam

Antonio Jiménez Barca

Uno de los escritores más prestigiosos de Holanda, Cees Noteboom, que vive durante el verano en Menorca, asegura: "Para conocer Holanda, hay que salir de Amsterdam e ir, por ejemplo, a Franeker, donde se debe preguntar por la casa del Planetarium". El también escritor español Antonio Orejudo, que ha vivido en Holanda durante más de un año, está de acuerdo: "Amsterdam es a Holanda como Nueva York a Estados Unidos. No es muy representativo. Hay que visitar, por ejemplo, a un granjero holandés".

-¿Y usted conoce a un granjero holandés?

-Yo no, pero no debe de ser muy difícil encontrarlo.

Franeker es una pequeña ciudad recogida y limpia enclavada en la región de Friesland, a 200 kilómetros de Amsterdam. Para llegar en coche hay que recorrer la A-7, una autopista que discurre sobre el dique del Norte, de 30 kilómetros, que une dos extremos de Holanda y contiene las tormentas y los embates del mar del Norte en invierno. El invierno debe de ser muy duro aquí. Pero en verano las ventanas rebosan de macetas que revientan de flores naranjas y rosas, la gente toma el sol en la terraza de la plaza y todos indican con amabilidad dónde se encuentra el misterio de la casa del Planetarium. La historia que encierra merece el viaje.

El invierno debe de ser muy duro aquí. Pero en verano las ventanas rebosan de macetas que revientan de flores
Es legal comprar hachís en pequeñas cantidades en los 'coffee shops'. Pero está prohibido comprar en la calle
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Con una tenacidad y una constancia sobrehumanas, los holandeses siguen empujando las olas hacia fuera

En 1774, Eise Eisinga, un cardador de lana de oveja de Franeker dotado para las matemáticas, decidió fabricar una réplica del sistema solar entero en el techo del salón-dormitorio de su casa. Lo hizo para demostrar a sus vecinos que la Tierra no iba a salirse de su órbita a pesar de las funestas predicciones de un astrónomo famoso en su tiempo. Calculó que un milímetro del cielo raso de su habitación equivaldría a un millón de kilómetros del firmamento. Trabajó, él solo, durante siete años. Fabricó con sus propias manos las esferas de madera de los planetas, las hendiduras de las órbitas, los dientes de las más de 10.000 piezas de la inmensa maquinaria que instaló en el piso de arriba. Lo puso en hora. Lo puso en marcha. Su mundo describió desde entonces los eclipses, la trayectoria exacta de los planetas, las fases de la Luna, el calendario, los días, las semanas, los años... Todo debido al balanceo de un único péndulo de un metro de largo que colocó cerca de su cama y que permitió a Eise Eisinga dormirse cada noche escuchando el tictac del reloj del universo.

Más de 200 años después, el péndulo sigue sonando. La maquinaria sigue funcionando. Jamás se ha parado. El pasado 13 de julio, las agujas del planetario de Eisinga señalaban exactamente esas cifras: el 13, el VI, el 2006; y las bolas doradas de madera colgadas del techo describían la alineación de los planetas correspondiente a esa fecha. Hoy, seguro, señalan la fecha de hoy. Desde que el cardador de lana lo hiciera por primera vez, siempre ha habido alguien en Franeker que cada cinco días ha dado cuerda a este mecanismo.

Ahora se encarga de eso un equipo de seis personas comandadas por Andrie Warmenhoven, el director del museo en que se ha convertido la vieja casa de Eisinga. Warmenhoven, profesor de matemáticas, de 45 años, trabajó en el planetarium de Amsterdam. Pero cuando le ofrecieron hacerse cargo de la máquina de Eisinga no lo dudó: "Una vez al año lo limpiamos, reparamos algo si hace falta, y cada vez que contemplo despacio la maquinaria aprendo algo", admite. Su cara refleja la admiración infinita que siente por el viejo cardador de lana, mientras con un palo largo señala la esfera del tamaño de una naranja que representa la Tierra.

-Por cierto. Frisland es famosa por sus vacas frisias, ¿no? ¿Y no conocerá usted ningún granjero por aquí?

-Pues yo no, lo siento.

Así que vuelta a Amsterdam. De regreso, se pasa nuevamente sobre los 30 kilómetros del dique del Norte. El 65% de la tierra de Holanda está por debajo del nivel del mar. Una región entera del tamaño de Ibiza, Flevoland, en el corazón del país, no existía a principios del siglo XX. Con una tenacidad y una constancia sobrehumanas, los holandeses siguen empujando las olas hacia fuera. No es casualidad que Eisinga, el cardador de lana de Franeker, sea holandés. Al fabricar su planetario se propuso luchar, él solo, contra un enemigo interminable: el tiempo. Pero jugaba con ventaja, porque pertenece a una estirpe que lleva decenas de generaciones embarcada en una lucha contra algo tan infinito como el tiempo: el mar.

El historiador Geert Mak considera que la guerra contra el océano, sin embargo, no está ganada. Al contrario. Tal vez no ha hecho sino empezar. "Estoy convencido de que dentro de 10 años, el principal tema de conversación será el cambio climático y las nefastas consecuencias que acarreará a Holanda. Conozco a un ex teniente de alcalde que asegura que se debería ya dejar de construir en determinadas zonas porque estarán inundadas en unos cuantos años. Es más. A este ritmo, a lo mejor ni siquiera Amsterdam existe dentro de un siglo", sostiene.

Mientras se hunde o no, la ciudad disputa otras batallas propias de una sociedad hipercivilizada, donde los okupas pagan cada mes el agua y la luz al Ayuntamiento o donde los transeúntes, antes de preguntar por una calle a otro peatón, preguntan si pueden preguntar.

Marjolein de Lange, de 41 años, y su hermana Marieke son los símbolos de una de esas batallas. Pertenecen a la Federación Ciclista de Amsterdam, y hace más de un año iniciaron un pulso contra los responsables del Rijksmuseum, la pinacoteca nacional holandesa. El museo aborda una completa reforma, diseñada por los arquitectos españoles Antonio Ortiz y Antonio Cruz. En marzo de 2005 saltó la polémica: la reestructuración modificaba "el pasaje", esto es, el paso bajo los arcos de este gran edificio que diariamente empleaban más de 11.000 ciclistas al día. "En el proyecto se restringía el uso de este paso", explica Marjolein. "Y cortaba una ruta que conectaba la parte vieja y la parte antigua de la ciudad, indispensable para los ciclistas. Los responsables del museo, y no tanto los arquitectos, querían apartar a los que iban en bicicleta", añade. En auxilio de éstos acudieron el Ayuntamiento y los vecinos. Joris Marsman, de 58 años, es el representante de una asociación vecinal de la zona: "El edificio que contiene el arco es propiedad del Rijksmuseum, pero el espacio que hay bajo el arco es un espacio público. Lo investigamos y nos lo dijeron nuestros abogados. Ha sido una de las entradas de la ciudad durante siglos. Por eso no teníamos que renunciar a eso", explica Marsman.

Los tres se han reunido al pie de los arcos -ahora cerrados por las obras, ya que la reestructuración no terminará hasta 2009-. Están satisfechos porque al final han triunfado: los arquitectos modificaron el proyecto. Los ciclistas y peatones seguirán contando con la vía de acceso a la ciudad de siempre.

Cerca, en un lateral, se despliega una enorme cola de turistas que aguardan para ver los cuadros del museo, que este año celebra, como toda Holanda, los 400 años del nacimiento de Rembrandt. Marjolein añade: "Estoy de acuerdo con que se reforme el Rijksmuseum. Viene mucha gente a verlo, y yo aconsejo que vengan, claro. Hay cuadros de Rembrandt, como La ronda de noche, que son una maravilla. Es parte de la historia holandesa. Pero esto", y señala el manillar -sin frenos- de su bicicleta, "también es parte de la cultura holandesa. Y pueden convivir ambos. Por eso hemos luchado los ciudadanos de Amsterdam".

-¿Puedo hacerle dos preguntas más, Marjolein?

-Claro.

-La primera: ¿por qué las bicicletas de aquí no tienen frenos en los manillares y para frenar hay que dar a los pedales para atrás?

-Es una tradición: son bicicletas más simples. Más fáciles de construir. Además, en un sitio plano como Holanda no hace falta que haya frenos en las dos ruedas. Basta con que se frene la rueda de atrás. ¿Y la segunda pregunta?

-¿Conoce a algún granjero?

-Pues sí. Unos parientes. En Cabauw. En el sur. Cerca de Utrecht.

Para llegar a Cabauw hay que atravesar buena parte de una región rural rodeada de grandes ciudades: Amsterdam al norte, Rotterdam a la izquierda y Utrecht a la derecha. El paisaje es tan plano que a veces marea. La carretera también discurre por un dique que protege el campo de las inundaciones producidas por un río cercano que en verano parece pacífico pero que, en invierno, con la lluvia, es propenso a desbordarse, según cuentan por aquí. Las casas de los pueblos son como las casas que dibujan en España los niños: de dos plantas, ventanas cuadradas, tejado a dos aguas, chimenea y jardín en la parte delantera delimitado con una valla de madera.

La familia Von Rossum vive en una casa de éstas. Pieter y Trees tienen 40 años y tres hijos: Nico, de siete; Irma, de seis, y Judith, de tres. El pueblo no cuenta con más de mil habitantes. Pieter casi no habla inglés -en Holanda es tan difícil encontrarse una montaña como alguien que no hable inglés-: es hijo, nieto y bisnieto de granjeros. Él se ocupa de las 60 vacas de la granja familiar. Trees, que sí habla inglés, se encarga del papeleo y de los niños. Lo del papeleo es tan importante como ordeñar las vacas: la Unión Europea, a base de subvenciones, aporta la mitad de los ingresos de esta familia.

A cambio, Pieter van Rossum se compromete a producir cierta cantidad determinada de leche. No más. La denominada cuota. "En España es lo mismo", explica el granjero con cierta resignación. "Te ponen una multa si te pasas. Así que es muy difícil progresar, crecer", explica. Trees añade que su granja tiene un tamaño medio, que así les va bien. "Con menos vacas tendríamos también problemas. Muchos granjeros están cerrando", añade. Los niños les miran. Pieter explica que confía en que el pequeño Nico siga los pasos. Pero no es seguro. Se levantan de la cocina. Salen fuera de la casa y se meten en el enorme establo donde están las vacas. La pequeña Judith lleva en los brazos un gatito de un mes. Un perrillo les sigue a todas partes. Trees dice: "Hay que alimentar a las vacas, cuidar a las que están preñadas, o las que han tenido una ternera, y vigilar a las terneras. Es como ser responsable de una enorme familia. Estás todo el día trabajando. Hay granjeros pequeños a los que no les sale rentable tener animales ya. Les saldría más a cuenta vender la granja a alguien de Amsterdam o Rotterdam que quiera el edificio para tener una casa de vacaciones o de fines de semana. Pero siguen aquí. Porque les gusta. Ésta es una vida bonita. Pero va a ser difícil que Nico siga con esto", cuenta.

Así que cada vez va a ser más complicado encontrar un granjero en Europa.

Queda pendiente el último misterio. Para resolverlo hay que volver a Amsterdam. El escritor Antonio Orejudo se lo había preguntado siempre mientras vivió en Holanda: "Es legal comprar hachís y marihuana en pequeñas cantidades en los coffee shops. Pero está prohibido comprarlo en la calle. Bien. ¿Dónde lo compran los dueños de los coffee shops?".

Un taxista que se las da de enteradillo asegura que el hachís lo compran, obviamente, a traficantes que viven del trapicheo y que la marihuana procede de plantaciones ocultas en pisos. "Tienen potentes lámparas para hacer crecer las plantas y filtros que absorben el olor para que los vecinos no se den ni cuenta", añade.

En el coffee shop lo tienen claro: "Esa pregunta no se hace. Nadie pregunta eso", responde una camarera. "¿La policía tampoco?". "La policía, menos que nadie. La policía viene, nos pide los permisos, las licencias, nos registra las cantidades (sólo podemos tener como máximo 500 gramos de marihuana o de hachís) y luego se va: no pregunta eso porque sabe que no se puede responder". Y añade, con una sonrisa: "Es algo muy holandés: todos miramos para otro lado y la cosa sigue rodando".

Así que ya saben: si van a Holanda, hagan el holandés: olvídense de ese tipo de preguntas. Mejor busquen granjeros, monten en bicicleta sin frenos visibles o vayan a la casa de Rembrandt. Si les convence esto último, fíjense en un diminuto aguafuerte del tamaño de una postal que contiene tres caras: tres bocetos de su mujer, Saskia. Eise Eisinga, el cardador de lanas de Franeker, fabricó el mundo entero en su habitación. Rembrandt lo comprimió aún más.

La familia Von Rossum, a la izquierda, en su granja de vacas, y Marjolein de Lange y su hermana MarIeke, en sus bicicletas.
La familia Von Rossum, a la izquierda, en su granja de vacas, y Marjolein de Lange y su hermana MarIeke, en sus bicicletas.ANTONIO JIMÉNEZ BARCA
Kinderdijk, una de las regiones de Holanda más famosas por sus molinos.
Kinderdijk, una de las regiones de Holanda más famosas por sus molinos.REUTERS

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Antonio Jiménez Barca
Es reportero de EL PAÍS y escritor. Fue corresponsal en París, Lisboa y São Paulo. También subdirector de Fin de semana. Ha escrito dos novelas, 'Deudas pendientes' (Premio Novela Negra de Gijón), y 'La botella del náufrago', y un libro de no ficción ('Así fue la dictadura'), firmado junto a su compañero y amigo Pablo Ordaz.

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