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Paradojas de la política catalana

Una de las paradojas en que ha quedado envuelta la política catalana desde el referéndum del pasado 18 de junio es que CiU, la fracción más conservadora del nacionalismo y renuente, por no decir rotundamente contraria, a la iniciativa de reformar el Estatuto de 1979, ha promovido el sí siguiendo la estela del PSC y de ICV, las dos fuerzas progresistas que han dado continuidad al Gobierno de izquierdas salido de las últimas elecciones autonómicas, en cuyo programa figuraba la reforma del Estatuto como uno de sus compromisos básicos. Esta contradicción final en que ha culminado el laberíntico juego practicado por CiU durante la larga tramitación de la reforma del Estatuto ha conllevado la salida de ERC del Gobierno tripartito y la consiguiente anticipación de las elecciones autonómicas que son dos consecuencias demasiado serias para que su génesis, presumiblemente, pueda quedar al margen del próximo debate electoral. De momento, estas consecuencias justifican sobradamente la euforia que los dirigentes de CiU apenas aciertan a disimular. Romper el Gobierno tripartito y conseguir la convocatoria anticipada de elecciones cuando llevaban poco más de dos años en la oposición era un objetivo que, pese a los esfuerzos realizados, no acertaron a conseguir durante la tramitación de la reforma en el Parlamento de Cataluña, donde sus votos a favor eran indispensables para la aprobación del proyecto. Para sorpresa general, lo alcanzaron durante el trámite en el Congreso de Diputados, cuando sus votos a favor eran aritméticamente superfluos aunque el presidente Rodríguez Zapatero los consideraba, con toda razón, políticamente muy deseables porque aseguraban que el 70 % de los diputados catalanes respaldaba la reforma, circunstancia que, a su vez, permitía presagiar el voto afirmativo de alrededor del 80% de los votantes en el referéndum, como así sucedió.

Un éxito de CiU de tal envergadura sólo fue posible por la versatilidad que imprimió a su política en la última fase del proceso de reforma del Estatuto. CiU, que durante los debates en el Parlamento catalán había comenzado tratando de obstaculizar la reforma mediante la presentación de propuestas de un soberanismo bastante ajeno a esa coalición, terminó por reivindicar incluso la copaternidad del nuevo Estatuto tal cual ha sido aprobado en el Congreso de Diputados (pacto Zapatero-Mas). Un político tan avisado como Artur Mas advirtió de inmediato de la necesidad de justificar la versatilidad de CiU ante los ciudadanos de Cataluña y, huyendo de cualquier sutileza florentina, afirmó que en el Parlamento catalán defendieron un proyecto de máximos porque sabían que el PSOE lo recortaría en el Congreso. Esta alegación, que parece haber caído después en el olvido, es merecedora de atención, no sólo por ser simplista y artificiosa, sino también por su notoria inexactitud. Fue en el Parlamento de Cataluña, y no en el Congreso de Diputados, donde las propuestas de CiU quedaron severamente recortadas como puede comprobarse rememorando el destino que tuvieron las que se referían a la financiación de la Generalitat, que era una de las claves de bóveda del debate estatutario. Hay que observar que la propuesta sobre financiación que CiU presentó en el Parlamento como algo innegociable -resumida gráficamente por Artur Mas diciendo que se trataba de "tener la llave de la caja" de todos los impuestos recaudados o devengados en Cataluña, recayeran o no sobre ciudadanos catalanes-, desempeñó, además, un papel central en el juego de despropósitos entre los dos partidos nacionalistas en el que CiU fue desafiando a ERC con propuestas soberanistas y ERC se consideró obligada a entrar en la puja para defender el segmento radical del nacionalismo que considera terreno propio. La propuesta de CiU iba acompañada de un sutil informe académico sobre "una lectura constitucional" que la validaría, lo cual no impidió que el Consejo Consultivo de la Generalitat dictaminara que era inconstitucional de principio a fin. Por esta razón, el proyecto remitido al Congreso por el Parlamento catalán con la aprobación del 90% de los diputados, incluidos los de CiU, no incorporó ninguno de los principales elementos de la propuesta de este grupo parlamentario que pecaban de inconstitucionalidad. Ciertamente, con menosprecio de la opinión emitida por el Consejo Consultivo, en el proyecto persistieron algunos residuos de inconstitucionalidad de carácter accesorio o simplemente incongruente con el resto del texto aprobado. Esto fue posible porque la pugna entre las dos fracciones del nacionalismo hizo que, en ocasiones, CiU y ERC coincidieran en el voto que derrotó las propuestas más sensatas que los hubieran eliminado. Por ello, el "cepillado" final del texto tuvo que hacerse en la Comisión Constitucional del Congreso con la bendición de CiU, cosa que se olvida en las previsiones recortadoras de Artur Mas, y con la rebelión de ERC, esta última deseosa, tal vez, de confirmar la perspicacia del presidente Tarradellas al decir que los catalanes, incluso cuando ganamos, tendemos a minimizar la victoria y a expresarnos en términos propios de los vencidos.

Esta extraña pugna entre CiU y ERC estaba abocada a que en ella se prescindiera del rigor exigible en una materia técnicamente compleja como es la hacienda pública y, más peligroso todavía, a que sirviera de altavoz al victimismo territorial que siempre está a punto, venga o no a cuento, para relatarnos los expolios económicos o los abandonos insolidarios que son padecidos por unas u otras comunidades autónomas. Este último riesgo se materializó en una de las formas más perversas que se han utilizado para desacreditar la reforma estatutaria catalana, la divulgación de la imagen de una Cataluña insolidaria con las comunidades menos favorecidas, imagen que de entrada ignora algo esencial en materia de justicia tributaria: las víctimas de las discriminaciones de origen fiscal son exclusivamente los ciudadanos y no los territorios. En cuestión de igualdad de trato fiscal, debiera tenerse siempre presente que entre los derechos y deberes de los ciudadanos enumerados en el Título I de la Constitución figuran tanto la obligación de pagar impuestos de acuerdo con su capacidad económica como el derecho a que el gasto público realice una asignación equitativa de los recursos públicos. Son los ciudadanos, no los territorios, quienes pagan los impuestos, sea directamente, sea a través de su incidencia en los precios, en los salarios y otros ingresos, y son los ciudadanos, no los territorios, quienes pagarán peajes, cuotas escolares o primas de seguros privados si la asignación de recursos públicos no permite ofrecer a todos, residan donde residan, niveles semejantes de eficiencia en la red viaria pública, en la escuela pública o en la asistencia sanitaria pública. Una vez verificado que el régimen de financiación aprobado en 2001 no permite a la Generalitat prestar a sus ciudadanos servicios públicos fundamentales o realizar inversiones en infraestructuras a un nivel semejante al de otras comunidades, no hay nada de escandaloso ni de insolidario en reivindicar la revisión de aquel régimen para terminar con la discriminación sufrida por los ciudadanos. En un Gobierno de izquierdas se trata, además, de una exigencia imperiosa ya que la discriminación castiga de modo especial a los segmentos menos favorecidos de la población porque el acceso a las alternativas que el mercado ofrece para corregir la insuficiencia de inversiones y servicios públicos es más gravoso cuanto menor es la renta del ciudadano.

En cuanto a los avatares de la riqueza de los territorios sólo quisiera señalar que transcurren por veredas distintas de la discriminación fiscal que puede crucificar a los ciudadanos. Contemplados desapasionadamente, el progreso de Cataluña desde que iniciara el despegue de su crecimiento económico a finales del siglo XVII y, por mencionar una comunidad autónoma proclive a acusar a Cataluña de insolidaria, el progreso de Extremadura desde que fue instaurado el Estado de las autonomías, no me parece que proporcione mucho margen para el victimismo. Para precisar mi pensamiento en cuanto a Cataluña añadiré que la pujanza presente de la economía catalana se ha forjado a lo largo de un pasado de tres siglos de crecimiento sostenido, descontados los efectos negativos de la insuficiencia histórica del gasto público en Cataluña y otras desgracias.

Josep Lluís Sureda es catedrático jubilado de Economía Aplicada de la UB.

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