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COLUMNISTAS

Mi tribu

Son las 5.45 del 18 de julio (tiene guasa) y amanece en Beirut. Esto es lo único que sé. Como de costumbre, ustedes, cuando tengan la bondad de leerme, sabrán más de lo que ha ocurrido en las dos últimas semanas. Por ello no pienso hablar más que de mi tribu, la de los periodistas, y, dentro de la tribu, de la familia que aquí he encontrado. La gente sin la que resistir no sería soportable.

Para empezar, el decano de los corresponsales, Tomás Alcoverro, que es amigo del alma desde hace menos tiempo que el que debiera (años, eso sí), pero que llena una parte de mi vida que necesita ser acompañada: los viajes, los libros, el amor por las palabras bien puestas. Tenemos desde hace tiempo una cita pendiente en Trieste porque nos gustan las ciudades baqueteadas por la historia, y Trieste lo fue.

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En la casa cabe también Plàcid Garcia-Planas, un gran reportero-escritor que, fascinado por las historias de guerra, cayó por aquí para culminar una serie que realiza sobre los legendarios corresponsales de La Vanguardia -gente que cubrió la II Guerra Mundial, ¿se lo imaginan?-, y se quedó. Con él vino Quim Roser, el excelente fotógrafo con quien forma pareja profesional casi como quien dice de hecho. Quim tuvo que irse, dado que tenía que volver para casarse.

El hecho es que los tres restantes enseguida nos pusimos a hablar en catalán como locos, lo cual pensé que iba a producir horror en el cuarto miembro de mi grupo familiar, Tamin el Dalati, enviado especial de la delegación de Efe en Oriente Próximo, con sede en El Cairo. Pero aquí he hecho trampa: no he precisado que Tamin, de padre sirio y madre española, nacido en Madrid, tiene como segundo apellido el de Huguet, por lo que hay un remoto antepasado por ahí que le permite entendernos, y sonreír con simpatía cuando nos ponemos a cotorrear. No crean que a mí me importa de dónde procede cada cual geográficamente hablando, pero sirve de mucho consuelo soltar un "collons, me cago en cony" cuando la cuestión bombardeo se pone estupenda.

Lo que me resulta importante en estas cuatro personas, decía, no son sus orígenes, sino su pertenencia a lo mejor del periodismo. Son, para empezar, generosos. Jamás perderían a un amigo por una exclusiva. Por eso compartimos, aparte de la mesa cuando nos reunimos a comer por primera vez a altas horas (mientras escribo, aún podemos hacerlo: somos infinitamente más afortunados que la mayoría de los libaneses), o el trago, o el agua mineral…; compartimos, decía, la misma pasión por mirar a la gente, escucharla, interpretarla: por describirla. El mismo deseo de contar lo que pasa. Y compartimos expediciones peligrosas, informaciones recabadas, anécdotas, notas, teléfonos, direcciones, contactos.

Yo, además, he encontrado a otro amigo, Juan Ruiz, filólogo, un leganesita llegado a Beirut hace un año para aprender árabe, que ya lo habla increíblemente bien, y que cada día me sorprende expresándose con la misma perfección en un idioma distinto cada vez que habla por teléfono. Cuida mucho de sus amigos de aquí, de la gente que ha conocido, libaneses o residentes de otras nacionalidades. Es además un buen escritor, de esos que también miran. Cuando escribo esto todavía no ha encontrado el coraje necesario para irse, pero también le abruma que parezca que está dando lecciones de valor. Si le conocieran, sabrían enseguida que sus razones para aguantar aquí -pero no todo el tiempo: ninguno de nosotros tiene vocación de mártir ni ese trasnochado valor del que se arriesga para exhibirse- son tan interesantes como él. Y tan recónditas como él. Trabaja mucho conmigo y me ayuda mucho. Es un observador implacable que analiza todo lo que ve.

Todavía no ha pasado ningún avión ni he escuchado el estallido de un misil. Eso quiere decir que están en el sur del país, o en el norte, o en el deslumbrante valle de la Bekaa. Pero no quiero saberlo. Aquí son las 6.45 y ha amanecido por completo en este 18 de julio de 2006 de un verano teñido de sangre.

Suenan campanas en la vecina iglesia del Rosario.

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