_
_
_
_
_
VIAJES CON HISTORIA

Con bermudas y a lo loco

4.500 pasajeros y 1.400 tripulantes. Una semana por el Caribe, sin complejos, en el crucero más grande del mundo. Este relato disparatado inaugura la serie de 'Viajes con historia' del verano. Turismo global al estilo de 'Vacaciones en el mar'

Jesús Ruiz Mantilla

Al día siguiente de estar plantado en tierra, todavía algo se mueve debajo de los pies. Un bamboleo extraño, que puede afectar la inercia hasta la cabeza. Es un movimiento suave, que devuelve desde el inconsciente aquel tonto mecer que nos dormía en la cuna.

O en la placenta materna, porque montarse en un crucero, aunque sea a bordo del Freedom of the Seas, el barco de pasajeros más grande del mundo, con capacidad para 4.500 viajeros y 1.400 tripulantes de 70 países, es estar rodeado de agua durante una semana, ajeno al mundo, sin cobertura en los móviles y chupándose el dedo o montando el jolgorio con bermudas y a lo loco en una especie de estado independiente bucanero que sólo responde a las alucinantes leyes del turismo global y de las que Billy Wilder habría sacado petróleo para una de sus ácidas comedias.

Más información
El segundo crucero más grande del mundo tendrá Barcelona como puerto base

Las dimensiones del Freedom son todo un reto a las caprichosas reglas de la naturaleza que es mejor no pensar cuando uno sube a bordo: el hecho es que sus 338,9 metros de eslora y sus 154.407 toneladas se mantienen a flote con los milagros de la tecnología marina desde que la criatura fuese botada en junio de este año después de 18 meses de construcción a contrarreloj en Finlandia.

Cuando lo ves atracado en los muelles de Miami (Florida), sobre todo si al llegar, en vez de ese sol radiante que atrae como un imán a los jubilados del Primer Mundo cae una tormenta tropical pegajosa de las que nunca dan fe los folletos de las compañías de viaje, te cuesta encontrar referentes que lo igualen. Más que el Titanic -menos mal- parece una Estrella de la Muerte alargada en la que en cualquier momento se te puede aparecer Darth Wader por un pasillo si no fuera porque a sus tripulantes hay que torturarles a la manera de Abu Ghraib para que borren en algún momento la sonrisa de la boca.

Pero antes de embarcar en esta arca de Noé posmoderna, con todo tipo de especies humanas que pasan de la bermuda al esmoquin y al traje de gala con una facilidad pasmosa, hay que superar los controles de la policía y dejar que un regimiento de montañas con ojos, conocidos como carga equipajes, se echen a las costillas tus maletas. Ellos, a cambio siempre de una propina y sin que les hagas perder mucho tiempo -en su medida, más de dos minutos por bulto, a una media de cinco dólares, es un derroche-, agarrarán primero y tirarán después al aire, como en una competición de lanzamiento de peso, los 10.000 enseres que deben ser convenientemente inspeccionados lejos de la mirada de los dueños antes de ser trasladados al camarote.

Al tiempo que las maletas, van entrando los pasajeros, que deben llevar los papeles en regla y bien provisto de fondos el auténtico pasaporte para cualquier ciudadano en Estados Unidos. Allí, más que el documento que acredita el país al que uno pertenece, sólo existe el plástico de las tres naciones mejor reconocidas: Visa, Master Card y American Express.

En el Freedom, esa santísima trinidad se convierte en una y sólo una verdadera: un Sea Pass blanco y con el mismo formato que las tarjetas en el que consta un número, la fecha de embarque, el salón donde te toca cenar, la mesa y la hora asignada, el número de camarote y, por supuesto, la bandera que te va a dar barra libre para entrar y salir de cualquier isla del Caribe en la que atraque el barco. Ésta es la enseña azul y amarilla de Royal Caribbean International.

Todos los referentes del mundo exterior quedan anulados al montar en el barco. No vale el dinero en efectivo, no se admiten tarjetas de crédito en las tiendas, los restaurantes, el gimnasio o el spa… Incluso las propinas obligatorias, que son el sustento más grande de la mayoría de los tripulantes, se van a cargar en el Sea Pass. Para entrar y salir de México, Jamaica, Haití o Gran Cayman, nuestros destinos, no van a hacer falta más pasaportes ni documentos oficiales para ser reconocidos por las autoridades. Con la tarjeta en la mano, a la que le ha sido debidamente asignada tu cuenta bancaria, ya somos todos ciudadanos independientes de la compañía naviera.

Da gusto, te sientes bien con esa ligera inconsciencia irreal que da cambiar las convenciones comerciales al uso por una aparentemente inmaculada tarjeta blanca en la que llegas a pensar que el dinero no existe. Más que al Titanic o a La aventura del Poseidón, la película va tomando el tono de Vacaciones en el mar. Aunque hay algo, antes de zarpar, que nos va a recordar el riesgo que supone adentrarse en alta mar.

A las 16.00 horas, una antes de soltar amarras, las sirenas suenan por todo el barco y las escaleras de los 14 pisos de altura -perdón de las 14 cubiertas, seamos serios aunque subamos y bajemos en ascensores con cristaleras- se llenan de pasajeros ataviados con los chalecos salvavidas naranjas que nos hacen parecernos una procesión de bombonas de butano con patas. Los tripulantes nos colocan debajo de nuestro bote asignado y nos explican cómo funcionan los chismes del chaleco. Tocan el silbato y nos forman en fila india hasta que el bochorno nos hace sudar la gota gorda y poco después nos hacen romper filas.

Una vez cumplidas las normas de seguridad naval pertinentes, se impone una inspección general del barco antes de que zarpe a las 17.00 horas y ponga a quemar las 1.000 toneladas de combustible que gasta a la semana. Conviene comprobar a ojo las verdaderas dimensiones de la nave, que están al alcance de todos los pasajeros en un folleto titulado Freedom of the Seas. Fun facts. Allí cuenta, para que lo visualicemos, que hay 1.817 camarotes, suficientes para albergar a todos los jugadores de la NBA y las Ligas de fútbol americano y béisbol con sus entrenadores; que puesto en vertical -no lo quiera Neptuno, ni todos los dioses que en los mares han sido- es más alto que la Torre Eiffel o el edificio Chrysler de Nueva York; que su anchura es mayor que la largura de la Casa Blanca; que los 1.350 asientos del teatro Arcadia superan a tres pasajes de un Boeing 747…

Así que un solo paseo de inspección no da para hacerse ni una ligera idea. Ni la semana en el barco basta para conocerlo en su verdadera dimensión. Por tanto toca relajarse y hacerse primero al sentido de la orientación. Camarote 8.275, cubierta 8, junto a la proa del barco. Nada más abrir la puerta, a la que se accede por un pasillo en el que caben un par de gordos sin apenas apartarse, se presenta Daniel: "Soy el encargado de planta, cualquier cosa que necesite, estoy a su disposición". Es jamaicano, tiene bigote y un ánimo cachondo que le va a hacer colocarme las toallas transformadas en esculturas de perros o animales domésticos que adorna con las gafas de sol que encuentra tiradas encima de la cama.

A las 17.00 zarpamos sin que desde dentro hayamos notado ningún movimiento brusco, ni el pito ensordecedor de la sirena. Todo parece hermético y perfectamente insonorizado dentro del camarote asignado. Más que en un barco, uno se siente en la habitación de un hotel. Antes, el capitán, Carlos Pedercini, argentino autoexiliado en el Caribe, nos ha puesto al corriente del trayecto, el clima, la mar que nos espera y la ruta que seguiremos hasta el siguiente puerto, la isla mexicana de Cozumel.

Al subir a las cubiertas 11 y 12, que están al aire libre con sus piscinas para todas las edades, sus tumbonas y sus barras de bar, uno va entrando en el ambiente que más va a predominar en el viaje: el puramente festivo, el de la música pachanguera y los cócteles a granel: "¡Un miami vice, al rico miami vice!", van diciendo los camareros con bandeja por cubierta animando al personal a tirar la timidez por la borda y empezar a utilizar las tarjetas blancas sin complejos. ¡Viva la virgen!

Salimos con una especie de calma chicha que dura dos días. Tan sólo algunos números que salen al acecho del viajero rompen la extraña sensación de potente tranquilidad que da el Freedom… Tienes que ser muy afortunado para no encontrarte un pasacalles o unos imitadores de Village People o de Madonna en cualquier esquina. Si te lo pierdes, te lo ponen por televisión, en el canal del barco, que tiene su estudio y todo. Emite los concursos, a caballo entre deportivos o reality shows; las funciones del Arcadia, que varían entre cómicos al uso que se meten con el personal, musicales de Broadway inspirados en cuentos infantiles, a los que dan la vuelta a la manera de Shrek, y magos que no pueden disimular los trucos ni paseándose en liana por el escenario. También emiten las piruetas de la pista de patinaje sobre hielo y las entrevistas a la tripulación. Si usted no lo ha experimentado en vivo, lo puede ver tranquilamente tumbado en su camarote. La estrella absoluta, el rey del show bussines en el barco, es Ken Rush, el director del crucero, un enterteiner de cuidado.

Lo mismo le puedes ver impecable con traje que disfrazado de marciano o en pijama en las fiestas, pero casi siempre llevará un micrófono en la mano. Firma autógrafos y tiene un único lema para todo el pasaje: "Pásenlo bomba"; "pásenlo bomba, genial, como nunca, a lo bestia…". Él se encarga de organizar los espectáculos también. "Mi trabajo consiste en ser showman al tiempo que director artístico de un gran teatro", dice. Su objetivo: "Hacer feliz todo el mundo". Casi nada. Poquita cosa.

Algunos lo parecen o hacen sus esfuerzos por serlo plenamente en el barco. Por ejemplo, los que por la noche paran en el piano bar, donde todos los días toca Peter Ritz, de Seattle, o en la taberna donde canta con su guitarra Jimmy Blakemore, californiano que vive en Hawai, a los que corean las canciones con entusiasmo. La primera vez sorprende el repertorio que Ritz tiene a disposición en un menú de la A a la Z donde, según él, "hay 300 o 400 títulos". Blakemore va más allá: "Debo saberme 500", afirma. La competencia es dura, por lo que parece, aunque todas las noches interpretan lo mismo, cada uno por su lado y con Hotel California, de los Eagles, siempre a mano.

Por allí y por La Cripta, la discoteca gótica, siempre paran Michael y María, joyeros instalados en Miami; él, de Florida, mexicana ella, con tres hijos entre 22 y 16 años, que les siguen la marcha generalmente animada por la madre, la reina de todas las fiestas. A María le encanta bailar mientras su marido, que se ha tomado varias bebidas energéticas, la contempla y dice: "Parece una estrella de cine".

El que lo prefiera puede bajarse a una subasta donde le ofrecerán cuadros de Dalí, Picasso, Rembradt, Goya o Degás, y algún retrato en blanco y negro de, por ejemplo, el boxeador Mohamed Ali. Su precio es incalculable: "Tardó 40 minutos en firmarla, imaginen lo que puede valer", anima el subastador al contar la anécdota del deportista que padece parkinson. Cerca de la exposición está la galería de fotografías del crucero, donde te puedes reconocer si te gusta buscar a Wally, además de llevarte el recuerdo entre 10 y 20 dólares, y el casino, el lugar donde más se fuma de todo el barco.

A muchos, el rintintín de las máquinas y el ritmo pesado con movimiento percusionista y tamborilero de las monedas al caer les produce ansiedad. Por ahí también corren las bebidas duras y blandas que inventan Gianluca Cornelli, italiano, y Nicolás Fernández, hondureño. Los dos son los mandos en tropa de los 150 camareros en los 29 bares del barco. "Lo que más beben, piña colada y daiquiris", dice Corelli. Para que sienten bien y estén perfectamente mezclados no basta con las medidas. "El movimiento del cuerpo al hacerlo, eso es lo que hace que sienten bien", asegura Fernández. Lo cuenta en la vinoteca del barco, un lugar en alza. "Antes, el vino era un 10% de lo que se consumía. Ahora llega al 30%", añade Corelli.

Unas 2.900 botellas de vino se llegan a consumir en todo un pasaje. Algo más de cerveza, 10.700 botellas, por 11.500 de refrescos. Poco si se compara con el agua, con las 1.400 toneladas que corren al día, sin contar las 530 que hay en las piscinas. Beber y beber, los días de calor esa parece la máxima.

Comer y comer es la de todas las jornadas, la de todas las horas más bien. Se cocinan 105.000 raciones al día, 300.000 postres a la semana, 70.000 filetes… Ivo Jahn, alemán, el jefe de una gigantesca cocina de varios pisos donde trabajan 250 personas, "filipinos, indios y caribeños, en su mayoría", da fe. Es un enamorado de la cocina internacional y de la tecnología de los fogones. "Muchos pasteleros no se pueden permitir estos hornos para hacer galletas en cinco bandejas al tiempo", asegura. Del horno a los frigoríficos, donde están cargados los alimentos perecederos; de ahí a la plancha y a las neveras, donde guarda interminables raciones de tiramisú, o a los enormes tanques donde hacen las sopas. "Lo que más consumen: carne y pollo, 3.000 kilos, más o menos", asegura.

La cocina es un ente aparte, que se ocupa del bufé gigantesco y lleno de calorías, en lo que es una bacanal diaria de hamburguesas, salchichas, pizzas, pastas, postres y alternancias de sabor chino, indio y español con paellas a granel; de la hora de las comidas y de las cenas multitudinarias, sean de gala o no, por no contar las celebraciones, incluso bodas…

Ildefonso Estévez, farmacéutico de New Jersey, acaba de casar a su hija, que también celebró su puesta de largo en un barco. Ella no está para que la molesten mientras hace caritas y posa con su novio para un reportaje fotográfico por todo el barco. Pero el padre de la novia lo cuenta todo. "Espero que sea muy feliz, yo ya me he casado cuatro veces", afirma un tanto escéptico y con la sabiduría que da el estar convencido de que el amor es una cosa tan frágil que ni el buque más grande del mundo te lo asegura eternamente.

El equipo de cocina se esmera tanto para los banquetes de boda como para las demostraciones propias de sus encargados, que a veces sorprenden con esculturas hechas con sandías que te dan la bienvenida, cisnes de hielo y todo tipo de animalitos adornados con frutas.

Entre la comida y las cremas bronceadoras, existe una invasora presencia de la grasa en todo el barco, una mezcla de calorías y sudor que se carga en los comedores y se libera en el gimnasio, que está en la proa y cuenta a la entrada con un reluciente ring de boxeo copado y en el que es habitual ver a chicas aspirantes a Million dollar baby descargando adrenalina. Hay más materias gelatinosas por dentro y por fuera, porque una rápida vista a bordo por las tumbonas da idea de lo importante que es entre los pasajeros el concepto cirugía estética. Tanto que siempre te encuentras resguardado y a cubierto. Si la cosa se pone fea y naufragamos, a falta de botes, siempre quedará a mano algún implante salvavidas al que abrazarse. Una idea: el próximo barco de los 20 que tiene la compañía bien podría llamarse Sillycon of the Seas.

Lo podrían probar y ofrecer un buen precio a los Russells, de Florida, que son Diamond Plus Members de la compañía. Es decir, que han hecho ya más de 25 cruceros con Royal Caribbean. "En concreto hemos hecho 40", asegura Jon y asiente su esposa, Katherine. Han probado con otros, pero no hay color para ellos: "Somos sus mejores relaciones públicas", añade. Llegaron a montar en el primero, el Son of Norway, y se han recorrido todas las costas de América, el Atlántico y el Pacífico, del Caribe a Canadá y de Alaska a California.

Ahora lo hacen a menudo solos, a veces hasta tres al año. A Jon le gusta la comida y los shows, y a Katherine, las tiendas. Pero lo pasaban mejor cuando viajaban con "los niños", que hoy tienen 37 y 35 años. El mayor se ha enganchado tanto a los cruceros que se casó con el Royal Wedding Program de la compañía en Gran Cayman, donde esta vez no han querido desembarcar. "No bajaremos hasta Labadee", aseguran.

Tampoco extraña tanto su decisión cuando te das una vuelta por la isla, gran paraíso fiscal independiente. Sólo hay tiendas de joyas, relojerías -por supuesto, bancos-, cadenas de hamburgueserías, anuncios de cursos de buceo y barcos piratas con sus tours organizados a la manera anglosajona, como en Londres te ofrecen visitas a los escenarios de los crímenes de Jack el Destripador. Todo vale. Los taxis pueden ser hoy una digna estirpe de corsarios en Gran Cayman. Trasladan en camionetas de cuatro en cuatro como mínimo, y si les pides que te lleven a la playa solo, te clavan. Como le pasa a Yolanda, una taxista muy simpática que se ofrece a darte el paseo por 20 dólares. No muy lejos, a lo mejor dos kilómetros en línea recta.

Algo es algo en la temporada baja: "Estos días hay poco trabajo. Vienen cuatro o cinco barcos a la semana. En temporada alta llegan siete todos los días", asegura. A Yolanda le gusta hablar español, aunque su primer matrimonio con un chileno y su amor imposible con Felipe Clark, cubano, no le animen a hacerlo mucho: "Ese hombre me ha matado seis veces", dice. "Mira, ahí está", le señala en el aparcamiento de la playa donde acaba el trayecto. Entonces caes en que tiene una peculiar manera de hacer las cuentas. Cuando le das los 20 dólares sin vuelta te responde: "Gracias, pero que al volver no te cobren más de cuatro".

Era lo que costaba más o menos en la isla mexicana de Cozumel, inquietantemente mutilada por los huracanes, a no ser que te dieras un garbeo hasta las ruinas mayas o las playas apartadas, que entonces te pedían 70 dólares por la broma. Si te quieres quedar en alguno de los bares del puerto, donde muchos pierden después el barco y previamente la consciencia a margaritas y tequilas, puedes ver atracados en cadena los cruceros, con su altiva presencia en mitad del mar.

Menos que en Montego Bay, Jamaica, donde por dos horas de paseo Antonio cobra 120 dólares y trata de llevarte a todos los puestos de sus amigos en los que ofrecen desde figuritas de madera hasta marihuana: "¡Yaaa man!". Pero Antonio no es sólo un taxista; es todo un guía: "Aquí está la bandera de Jamaica. ¿Por qué es negra, verde y amarilla?", pregunta. "Verde por el paisaje, amarilla por el sol y negra por la gente que la puebla". Vale. "A la izquierda tenemos el taller de reparaciones corporales, el hospital, y a la derecha, el hotel en el que todo el mundo entra pero nadie sale, el cementerio".

Por la ciudad fluye una vitalidad pasmosa en la que se mezclan talleres mecánicos, mínimos resquicios de los primeros colonizadores, supermercados y niños en uniforme a la salida del colegio. Tan sólo baja la tensión la excesiva contemplación de los rastafaris, que pululan como espíritus sin dueño por las calles de Montego Bay. En el ranking de los pósters y las iconografías reina Bob Marley, y Antonio elige para el recorrido por los barrios más conflictivos el ritmo seductor de Natural mystic, la primera canción del disco Exodus.

Jamaica es el último resquicio de vida caribeña auténtica antes de que termine el recorrido porque la parada en Labadee, situada supuestamente en Haití, te hace penetrar en una incómoda dimensión. Es el único puerto donde no han querido bajar los Russell. En el resto se quedaron a bordo porque, según Jon, "el objetivo del viaje siempre es estar en el barco". ¿Por qué, entonces bajaron en Labadee?

Es el paraíso, dicen. Lo malo es que lo hayan plantado en uno de los países más pobres del orbe. Pero eso no les importa a la mayoría de los viajeros. La compañía ha comprado un trozo de isla para ellos, donde, alrededor de las maravillosas playas, han instalado un parque de motos acuáticas y toboganes, campos de voleyplaya con gradas, tiendas de souvenirs y chiringuitos en los que te ofrecen la misma comida del bufé del barco. Mientras degustas tu hamburguesa con pepinillos y unos buenos daiquiris o tu refresco sin calorías, a veces traspasa el murmullo de algún tambor al otro lado del muro y las alambradas que separan Labadee, esa disneylandia tórrida, de los que remueven en sus basuras para llevarse algo de comer a la boca.

Cuando compruebas que las patrañas de los paraísos en las fotografías son directamente proporcionales a la incomodidad insalvable de la arena picajosa y el estiramiento constante del salitre en el cuerpo, lo mejor es regresar al barco un tanto decepcionado.

Allí nos esperan las últimas horas a bordo, en las que nos recibe el capitán Pedercini en el puente de mando. No íbamos mal encaminados al describir el Freedom of the Seas como lo más parecido en sofisticación a la Estrella de la Muerte de La guerra de las galaxias. Es un espacio diáfano, con cristaleras desde la que sólo se puede mirar la proa y el horizonte. Las cartas de navegación se han sustituido por pantallas de ordenador y el timón por un joystick más pequeño que el que utilizan muchos niños para matar marcianitos. Hay otro testimonial, que gobierna el barco mecánicamente si falla la tecnología.

Al capitán le ha dado tiempo a desarrollar un intenso sentido de la responsabilidad y a no saber dónde está el límite de los cruceros en el mar. "Cuando yo empecé, hace 15 años, había barcos gigantes de 1.800 pasajeros. No podía imaginar que hoy íbamos a navegar en éste de 4.500. La verdad es que los barcos son cada vez más grandes, y los puertos, más chicos. El límite está en saber que vas a poder cumplir con las normas de seguridad", asegura el capitán. Esa es palabra sagrada para el pasaje, más cuando la gran mayoría proviene de Estados Unidos. Por eso, el capitán también es la estrella. Baja a las cenas de gala en uniforme, firma autógrafos y maquetas del barco en las tiendas. "Para muchos, el mero hecho de verme en los primeros días es muy importante", dice.

Gobierna el barco con una serenidad natural. Lleva 250 marineros a bordo, el mismo número que cocineros, y está orgulloso de contar con una tripulación tan internacional. "Es la prueba de que podemos hacer bien las cosas juntos. Yo he llegado a ver cómo un griego y un turco compartían un camarote en mitad de un conflicto entre sus dos países. Les ofrecimos cambiar de compañero y dijeron que no, que ellos se llevaban muy bien, que eran sus países los que no se entendían. Trabajamos mejor acá que en la ONU", asegura.

Al dejar el puente y bajar a la proa, el cielo se ha partido en dos. Hay tormentas a babor y cae el sol con pocos síntomas de rendición a estribor. El barco no navega a toda máquina. Pocas veces ha alcanzado los 23 nudos -unos 40 kilómetros por hora- de velocidad máxima. A nadie se le ha pasado por la cabeza, pues, imitar a Leonardo DiCaprio gritando: "Soy el rey del mundo", con los brazos abiertos. Cuando ha caído implacable la noche se distingue un ligero resplandor sobre las nubes. Son las luces de Miami, que sustituyen su pesada capa de neón por el rumbo que podrían habernos marcado las estrellas.

Regístrate gratis para seguir leyendo

Si tienes cuenta en EL PAÍS, puedes utilizarla para identificarte
_

Sobre la firma

Jesús Ruiz Mantilla
Entró en EL PAÍS en 1992. Ha pasado por la Edición Internacional, El Espectador, Cultura y El País Semanal. Publica periódicamente entrevistas, reportajes, perfiles y análisis en las dos últimas secciones y en otras como Babelia, Televisión, Gente y Madrid. En su carrera literaria ha publicado ocho novelas, aparte de ensayos, teatro y poesía.

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_