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Columna
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Hogueras de verano

En este verano de Melmoth el Errabundo que sobrellevo, unos amigos tuvieron la bondad de concederme asilo en su casita de Conil, a un breve paseo de la playa. Escoltado por las vaharadas del levante paseé entre las conchas rotas y los restos de latas de refresco, traté de leer el periódico sin que el papel me abofeteara ambas mejillas y visité también esos pinares que ya no existen, esos bosques sobre los que mientras escribo se asientan el carbón y la ceniza. Es el sino de nuestros veranos: aparte de por el calor, aparte del desembarco de turistas que caen sobre nuestros monumentos como las termitas sobre un mueble viejo, aparte de los viajes y el tedio, esta estación se caracteriza en nuestro sur por el regreso del fuego. Parecen estériles todas las medidas que se dispongan en su contra: año a año, con la constancia infaltable del reuma o de la festividad nacional, regresa a nuestros telediarios, convierte la noche en un cruel espectáculo de pirotecnia o turba el sueño de esas urbanizaciones marginales que buscaban la tranquilidad cerca de las arboledas. Ni siquiera hace falta remontarse a la devastación de Guadalajara hace ahora un año, en que perecieron once personas con toneladas incontables de madera, savia y oxígeno: los incendios se han convertido, por desgracia, en algo doméstico, con lo que uno puede encontrarse al salir a tomarse una cerveza o visitar a un amigo. La zona del Andévalo donde trabajo contaba hace un par de años con una serie de lomas peladas, teñidas por el hierro del subsuelo con el color del óxido y las mujeres pelirrojas, donde acertaban a crecer algunas concentraciones de encinas y eucaliptos. Un día, cuando regresé de mis vacaciones, me encontré que el paisaje había sido reemplazado: sobre aquellos riscos rojos había caído la mugre del cenicero mal limpiado.

La nueva masacre de Conil señala como responsable a un individuo que apagó mal una colilla. Lo del año pasado fue culpa de unos desaprensivos que no supieron extinguir una barbacoa. Las estadísticas afirman que en un 90% de los casos estos incendios que acrecientan el desierto tienen su origen en la premeditación o la imbecilidad humanas. Devotos del fuego, cerebros trastornados que encuentran en las llamas una excusa para la euforia y el vértigo han existido desde siempre, y seguramente a su fiebre visionaria debamos el auto de fe y el infierno donde los réprobos se tuestan: pero a pesar de todo el mal que pueda traer, no creo que se encuentre en el pirómano profesional la verdadera amenaza contra nuestros bosques. Mucho más peligroso resulta el inconsciente, el que opina que la farola de la calle o la acera de enfrente no pertenecen a nadie y pueden ser pateadas o rociadas de excremento de perro sin mayor remordimiento. El enfermo no puede evitar su mal y es sólo responsable subsidiario de los desmanes que comete, las hectáreas quemadas por el pirómano sólo constituyen un lamentable testimonio de la inutilidad de la ciencia médica; pero quien arroja un cigarrillo a la hierba o se dedica a asar filetes en medio de un pinar sabe lo que está haciendo, sabe que ese acto puede comprometer el porvenir de las criaturas que le rodean e hipotecar el aire que respira, es, si queremos ponernos jurídicos, sujeto de todas las responsabilidades. El desinterés, la consideración de que el universo es una especie de campo baldío que podemos esquilmar y del que podemos servirnos sin dar explicaciones a nadie, es lo que ha llenado el océano de petróleo y el subsuelo de desechos radiactivos: es, también, el sentimiento que explica la devastación de nuestros árboles y la conversión paulatina de este planeta en un erial. El estado ha decidido que quien viole sistemáticamente las normas de circulación debe regresar a la autoescuela, a recuperar lo que olvidó o introducirse en la cabeza lo que nunca tuvo; siendo coherentes, estos señores de los cigarrillos y las barbacoas deberían volver a matricularse en el parvulario.

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