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Columna
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Cerrar el grifo

Madrid necesita más agua, lo dice el Canal de Isabel II, que debe saber de lo que habla, en una campaña de concienciación ciudadana que difunde la televisión autonómica. Descartada, o aplazada, la Operación Tormenta en el Desierto diseñada por la presidenta Aguirre en la "tierra prometida", las nubes que se han salvado del bombardeo anunciado se pasean, descaradas y altivas, por los cielos de la urbe sedienta y empolvada de arenas saharianas, y apenas escupen, con gesto despectivo, unas gotas engañadoras, goterones gordos y pesados que se evaporan al contacto con el asfalto hirviente.

"Fui edificada sobre agua, mis muros de fuego son", reza el lema de la ciudad de Madrid, la riqueza de aguas subterráneas, de pozos y manantiales de la que llamaron Mantua Carpetana los antiguos cronistas cortesanos, pródigos en el halago y ávidos de regalías, cimentaron su fundación y acreditaron su elección como capital imperial, centro de centros, urbe centrípeta y centrífuga, según como se mire. La pertinaz escasez del caudal del Manzanares, rechifla de poetas satíricos y hazmerreír de foráneos y castizos, ponía contrapunto a la fecundidad acuática del solar madrileño.

Los pozos ilegales y la urbanización también tienen que ver con el problema

Reafirmada su capitalidad y multiplicada su población, la ciudad de Madrid se benefició de imponentes obras hidráulicas, portentos de la ingeniería moderna como el sediento Canal de Isabel II que estos días reclama nuestra atención y solidaridad sobre la carestía del vital elemento. En estos mensajes concienciadores y aleccionadores que instituciones, organismos y empresas públicas prodigan en los medios hay casi siempre un tono admonitorio, una crítica apenas velada a los ciudadanos, una manera de echarnos las culpas; si el agua deja de manar en los grifos será por nuestra culpa, no sólo por nuestra culpa, pero bastante por nuestra culpa. La climatología hostil, las fugas y pérdidas constantes, los pozos ilegales y la urbanización rampante de los alrededores de la urbe también tienen algo que ver con el problema, pero los mensajes no se dirigen a los oídos sordos de las avaras nubes, ni de los grandes dilapidadores expertos en fugas, ni a los poceros piratas, ni a los urbanizadores insaciables, ni a los golfistas.

Los ciudadanos de la ciudad edificada sobre agua no siempre fueron tan generosos como hoy en el uso y disfrute del agua del grifo, milagro del progreso que tardó mucho tiempo en llegar a todos los hogares y aún más en convencer a algunos cristianos viejos de que las abluciones higiénicas no eran cosa de herejes depravados y afeminados; con el agua bendita y la del botijo se bastaban y sobraban nuestros virtuosos ancestros hasta que las costumbres foráneas, la influencia de los fabricantes de porcelana higiénica y sanitaria, el agua caliente, la democratización de la ducha y las censuras de sus allegados derribaron sus últimas defensas. Hoy el pecado ecológico es el despilfarro, derrochar agua es colaborar con la desertización planetaria, el cambio climático y el efecto invernadero.

Madrid necesita agua, pero me temo que sus necesidades, ni siquiera las más perentorias, se solucionarían con el ahorro y el buen comportamiento de los usuarios, los hectolitros aportados por un día de ahorro acuático de los madrileños seguro que no dan ni para el riego suficiente de las verdes praderas, con hoyos o sin hoyos, que nos circundan.

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Entre bombardear nubes con cohetes de plata y bombardear ciudadanos con mensajes benéficos, prefiero la segunda opción, aunque no descarto la convocatoria del Día Mundial sin Agua, la puesta en marcha de un festival internacional de danzas de la lluvia y música étnica o, una opción mucho más asequible, la celebración de procesiones rogativas a san Isidro Labrador. Eso y la edición por el Canal de un catecismo hidráulico que especifique cuántas veces podemos ducharnos al día sin pecado, aliviaría, quizá, nuestra pertinaz penuria.

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