Emigrantes
Hace ya casi 40 años tuve que emigrar, siendo muy joven, con mi padre a trabajar a Francia. Mi patria en esos momentos era mísera, y aunque sus hijos trabajábamos más de 16 horas diarias no era suficiente para paliar la escasez, cuando no el hambre, que asolaba nuestra tierra. España, según los gobernantes de entonces, necesitaba divisas y, al mismo tiempo, aliviar la presión demográfica interna. Aún recuerdo cómo viajábamos en tren, hacinados con maletas y bultos, durante más de 30 horas, cómo pasábamos noches de frío en Figueras a la espera de un reconocimiento médico vejatorio y que en salas enormes desnudaban a la vez alineados a todos los hombres, sin respetar el pudor de padres e hijos; o cómo en Port-Bou, en la frontera francesa, tuvimos que padecer, en algún caso, cuarentena del Gobierno francés porque, según decían, éramos portadores del cólera, sin que las autoridades de mi país abrieran la boca.
Hoy, mi nación es rica y está recibiendo personas que, como entonces nosotros, necesitan mejorar sus vidas y las de sus familias, aun a riesgo de quedarse en el intento. Pongámonos en su lugar y exijamos a los gobernantes y a la ciudadanía el mismo comportamiento que para nosotros queríamos cuando tuvimos que emigrar, ya que el pecado que han cometido estos seres es el mismo que cometimos nosotros entonces: haber nacido en un país pobre.