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Columna
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La marcha negra

Un grupo de africanos que pulula por el aparcamiento del hospital de La Paz practica una nueva forma de ganarse la vida. Se trata de una versión evolucionada de la figura del gorrilla, un sistema más sofisticado que se adapta a los modos y exigencias que marca la implantación de los parquímetros. La fórmula consiste en facilitar a los automovilistas el ticket del parking por el tiempo que requieran con el compromiso de renovarlo si la estancia se alarga y aparece el vigilante del SER. A ellos les permite optimizar los tiempos del boleto para distintos vehículos y se garantizan una propina por el servicio. La base de su negocio es la amabilidad y el buen rollo.

Negros como el betún son conscientes de que su primer objetivo es que la potencial clientela no les vea como una amenaza y ganarse la confianza procediendo con la mayor educación. Casi siempre lo consiguen. Muchos habituales van ya directamente a ellos sin el menor recelo.

Quiero creer que la inmensa mayoría de los españoles ve el asunto con un prisma humano
Las mafias que explotan su desventura merecen toda nuestra repulsa; ellos, no

Esta gente no tiene ni un papel que les identifique, son esos mismos que vemos desembarcando en las costas canarias sobre un cayuco o una patera. Hay dos formas de observar ese flujo africano por aguas españolas, dos lentes diferentes para visualizarlo. Está el prisma del distanciamiento, el que lo contempla en su conjunto como el tremendo problemón que sin duda le crea a España y al resto de la Unión Europea al ser literalmente invadidos por unos ciudadanos sólidamente armados con su desnudez documental.

Unos individuos que aprovechan nuestras fisuras legales y las garantías en materia de derechos humanos para colarse en un territorio soberano violando las normas internacionales.

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Esta visión simplista provoca necesariamente un sentimiento de rechazo y la demanda de acciones contundentes que permitan cortar en seco "la marea negra". Basta con poner la oreja en la calle para captar hasta qué punto atemoriza esta neocolonización y lo que algunos llegan a propugnar para frenarla.

Los satélites, patrulleras y aviones de reconocimiento se les antojan medidas tibias incapaces de frenar lo que avistan como una ocupación masiva que poblará de negros los pueblos y ciudades de Europa. Los más radicales quieren a la Marina en pie de guerra por entender que sólo el Ejército puede detener la marcha invasora. Y es posible que así sea, es posible que el único método infalible de cortar ese flujo incesante de ilegales sea a tiro limpio.

Quiero creer, sin embargo, que no hay un solo oficial en nuestra Armada capaz de disparar contra una embarcación de madera ocupada por setenta seres humanos indefensos y exhaustos. Quiero creer que ningún superior de mi país se lo ordenaría. Y quiero creer, además, que la inmensa mayoría de los españoles ve el asunto con un prisma más humano y próximo a sus protagonistas.

Quienes invaden nuestro territorio no son malhechores; son sólo desesperados. Personas que arriesgan sus vidas hasta límites épicos para huir de la guerra, la pobreza y la hambruna, lacras de las que alguna responsabilidad tienen los países ricos. Son los más osados entre los suyos, aquellos que apuestan lo poco que poseen para intentar algún futuro.

Las mafias que explotan su desventura merecen toda nuestra repulsa y represión; ellos, no. Ellos no hacen sino lo que probablemente haría cualquiera de nosotros en su circunstancia en el supuesto de que reuniéramos el valor para hacerlo.

Es evidente que ni España ni el resto de la Unión Europea pueden acoger a todos los que huyen de África, pero que nadie los mire como si fueran delincuentes porque la inmensa mayoría ni lo son ni lo serán nunca, aunque su situación les invite constantemente a ello. Claramente delictivo es, en cambio, el proceder de tantos empresarios aparentemente respetables que engordan sus fortunas pagando cuatro perras por el sudor de muchos sin papeles.

Tal y como están las cosas, habrá que avanzar en el establecimiento de esos convenios de repatriación que llegan con muchos años de retraso. La imprevisión en este asunto ha sido bochornosa y ahora sólo cabe poner parches para tapar los boquetes y sobre todo que la Unión Europea acometa con urgencia un ambicioso programa de inversiones capaz de generar riqueza y oportunidades que disuadan a los prófugos del infortunio.

El sueño de esos tipos negros es trabajar y vivir felices en su país, no trapichear con los parquímetros de La Paz.

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