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Crónica:LA CRÓNICA
Crónica
Texto informativo con interpretación

'Ibn Jaldún vuelve a Sevilla'

¿Pero cuándo fue que se jodió el mundo? ¿Fue acaso en el siglo XIV? ¿Pudo haber sido de otra manera? Preguntas de estecalibre son las que le asaltan a uno en visitando esta singular -y magnífica- exposición: "El Mediterráneo en el Siglo XIV", fabricada minuciosamente por el Legado Andalusí (Junta de Andalucía) e inaugurada con toda pompa y medidas de seguridad el pasado día 18. Como que los viandantes desprevenidos, turistas perplejos y libreros de la aledaña Feria del Libro no salían de su estupor -o de su sorda indignación-, al verse constreñidos de pronto por una súbita invasión de vallas y policías. Todo el entorno del Alcázar sevillano parecía la ONU del Mediterráneo, si tal cosa existiera, que debería. Allí se dieron cita hasta ocho altos dignatarios (los reyes de España, Mubarak, Buteflika, Amor Musa -secretario general de la Liga Árabe-, el príncipe Moulay Rachid de Marruecos, y Rodríguez Zapatero), en torno a una idea que a primera vista se antoja peregrina: conmemorar el sexto aniversario de la muerte de Abd al-Rahmán ibn Jaldún. ¿Pero quién era este tipo para organizar semejante batahola?

Seguro que si preguntáramos al sevillano medio, la respuesta sería de una ignorancia supina, aderezada con el habitual desparpajo de estas latitudes. Claro que al sevillano medio, en estas lides de la interculturalidad, mejor no preguntarle mucho. Bastantes ciudadanos de esta urbe tan universal todavía creen que el Alcázar le fue arrebatado a los moros tal cual está, y no que la parte mayor y más árabe de sus varios palacios fue mandada construir por un rey Castellano, Pedro I. Otros muchos no sabrían a ciencia cierta si cierto novelista de fama -de cuyo nombre no me apetece acordarme- dice verdad o mentira cuando asegura que a la Giralda se sube por escaleras, en lugar de por rampas, pues sencillamente ellos no han subido nunca. Como hay todavía granadinos que no conocen la Alhambra, aunque a ustedes les cueste creerlo.

Pero suerte, la realidad es tozuda y la Historia también. Resulta que este Ibn-Jaldún, para los que todavía no lo sepan, fue un infatigable viajero defensor de la diplomacia en las turbulentas relaciones políticas de su tiempo, cronista y quizás el primer sociólogo occidental, pues enfocaba la historia desde el punto de vista de los hechos y nos desde la mitología, la religión, entre otras especies sucedáneas. También escribió que a los niños no hay que pegarles en las escuelas, pues "la educación con la violencia deja una huella amarga en el alma". Ahí es nada. ¿Y qué tenía de sevillano-andalusí, como se dice? Pues que, aunque nació en Túnez, en 1332, y formado en Fez, su noble y educada familia era oriunda de Sevilla y había sido expulsada por Fernando III en 1248. Todavía, cuando Ibn- Jaldún visitó la ciudad ya cristianada, en 1362-63, como embajador del sultán de Granada Muhammad V, el mismísimo Pedro I le ofreció devolverle las propiedades de sus ancestros, a lo que el tunecino respondió elegantemente que mejor no, que ya era un poco tarde. Tal vez no le convencía del todo aquella sociedad que poco antes, en 1354, había procedido al primer asalto y saqueo de la aljama sevillana, el barrio de los judíos.

Aparte de todo eso, la exposición nos trae un perfil muy bien trabado de cómo era ese siglo, con justa fama de transitorio y conmovido. Transitorio entre la oscuridad de la Edad Media y los preámbulos del Renacimiento, esto es, de la modernidad. Del Dante escolástico al Boccaccio introductor del laicismo en la literatura, por cierto, a partir de las tradiciones orales; del cortesano Ayala al divertido Arcipreste de Hita, también amante de la literatura popular; de importantes avances en astronomía, geometría, medicina, música... Pero todo él traspasado de las peores calamidades: hambrunas, peste negra por toda Europa, largas y atroces guerras por doquier. Es claro que el mundo conocido se estaba reorganizando a fuerza de desastres: en Bizancio se desmoronaba el Imperio cristiano de Oriente, acosado por serbios, almogárabes y turcos; los mamelucos de Egipto detenían a los mongoles y expulsaban a los cruzados; el gran Tamerlán se independizaba también de los mongoles y llegaba a las puertas de Damasco, que se salvó de ser arrasada, precisamente, gracias a una petición de Ibn-Jaldún al nuevo señor del Asia central. Todo ello ocurría ante la mirada atónita e inteligente de este sevillano-tunecino, que va dando cuenta de lo que ocurre con la precisión de un atribulado notario. Pero tan inteligente, y tan sabio, que no se lo iban a perdonar así como así. En todas las cortes por las que pasó (Granada, El Cairo, principalmente), acabó granjeándose la peor de todas las desdichas humanas: la envidia. Alzado y apeado alternativamente de las inmediaciones del poder, encumbrado y encarcelado, según soplara el viento de las intrigas políticas.

Entre tanto trajín, aún pudo darse cuenta de lo principal: que el occidente cristiano, aunque a trancas y barrancas, caminaba hacia un nuevo tiempo, mientras el Islam se estancaba, acuciado desde dentro por sus propias cuitas. Quizás no llegó a percibir los elementos fundamentales del cambio, como que en el norte de Europa la Liga Anseática organizaba el libre comercio entre las ciudades, y que las repúblicas del norte de Italia, Venecia, Florencia, introducían el más duradero de todos: el capitalismo. Tal vez por eso, entre todas las admirables piezas de la exposición, atrajo mi atención una especie de jarro de cobre amarillo muy bien labrado: un medidor de limosnas, procedente de Argelia. Una chica, con aspecto de estudiante árabe, se detuvo bastante en hacerle una fotografía.

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