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Biodiversidad: la otra 'riqueza de las naciones'

En 1776 Adam Smith, considerado el padre de la economía política, escribió su obra La investigación sobre la naturaleza y causas de la riqueza de las naciones (o simplemente La riqueza de las naciones). Para esta doctrina liberal, la riqueza de una nación se relaciona sólo con dos factores principales: el capital y el trabajo. Un país está en condiciones de ser rico si cuenta con mano de obra abundante, formada y eficiente y si dispone de un capital -y por tanto de unos capitalistas- dispuestos a invertir en maquinaria y herramientas, en contratar a esos trabajadores y en adquirir materias primeras para transformar en bienes y prestar servicios. El cimiento que liga estos factores es el afán de enriquecerse individualmente, la ambición de acumular bienes como motor de la dinámica social. La clave del progreso estaría en el crecimiento económico continuado, que se potencia a través de la división del trabajo, la especialización productiva y la extensión de los mercados. Estos principios, estos valores, siguen rigiendo las decisiones políticas y económicas en todo el mundo dos siglos y medio después; ciertamente se han añadido nuevos factores: la preponderancia del capital financiero, la relevancia del conocimiento científico y de la información como factores productivos, la globalización económica... pero el sistema sigue sustentándose sobre los mismos pilares.

En este contexto, los denominados "recursos naturales" -las materias primeras-, los ecosistemas -agua, aire, vegetación, especies animales, etcétera-, están ahí como meros instrumentos, como objetos de apropiación, transformación y consumo... inicialmente considerados como res nulius -sin dueño- y como inagotables, a la espera de ser apropiados por quien esté en condiciones de asumir su único "coste": el de su obtención, explotación, captura o cultivo, transporte y manipulación primaria.

Pero cada vez son más las señales de advertencia de que los "recursos naturales" no son inagotables y que los ecosistemas tienen otras funciones, otros requerimientos y otros valores -aportes a la sociedad- que condicionan no sólo la funcionalidad del actual sistema económico (recursos ni baratos ni inagotables), sino la misma supervivencia como especie. Cada vez más voces responsables apuntan a las oportunidades que una aproximación distinta a los valores, aportes y requerimientos de la naturaleza pueden ofrecer en términos de bienestar y progreso humano. Incluso desde una concepción de economía liberal y de mercado se abre paso otra visión, como la planteada por el biólogo Jared Diamond en su libro Armas, gérmenes y acero, para quien son los factores climáticos propicios, la gran biodiversidad y la escasez de enfermedades, los que permiten a las sociedades aventajadas con estos beneficios producir tecnología y con ella producir y acumular riquezas. La biogeografía -la distribución de las especies naturales sobre el planeta, su potencial biológico y la calidad de los ecosistemas- predetermina los recursos naturales y afecta a la capacidad de acumulación de riquezas de una nación.

A pesar de conocerse esta verdad, pocas son las lecciones prácticas que se han extraído en términos de estrategias y políticas específicas de progreso social y desarrollo económico. Se habla mucho de "sostenibilidad" -adjetivo indispensable en todo discurso políticamente correcto hoy en día- sin sacar ninguna consecuencia práctica.

Tomemos el caso de Cataluña: la variedad de su medio físico, el clima, el paisaje y la biodiversidad son una de sus grandes riquezas y constituyen un caso excepcional en un país europeo de vieja civilización, considerablemente poblado, urbanizado y con intensa actividad agraria e industrial. La elevada concentración de la población y la actividad económica en una parte relativamente restringida del territorio ha ayudado a conservar un patrimonio que otros países más avanzados nos envidian: 597 hábitats distintos, de ellos 89 de interés comunitarios -21 prioritarios- distribuidos en 10 ecosistemas distintos -desde los alpinos a las últimas zonas estépicas de Europa occidental, pasando por los espacios deltaicos y las zonas húmedas más relevantes del mediterráneo; desde los bosques de ribera y los ricos bosques de alcornoques -sureres-, de pino, de las comarcas septentrionales a los ricos cultivos arbóreos de la almendra o el olivo, etcétera. Lo mismo cabe añadir en cuanto a las especies animales -con especial relevancia de las aves- y las especies marinas.

Esta rica biodiversidad de Cataluña -a pesar de ser insuficientemente conocida y divulgada- empieza a ser vista por una parte de nuestra sociedad como una oportunidad, tanto de atractivo turístico como de actividad productiva: forestal, biomasa, ecoproductos, productos con denominación de origen, y, en definitiva, de calidad de vida y de empleo. Lo cierto es que sólo en los dos últimos años, y con gran esfuerzo y resistencias, se ha iniciado una política de gobierno para la preservación de esta riqueza y su recuperación y puesta en valor como un factor de identidad y, por qué no, también de competitividad, modernidad y atractivo de nuestro país. Pero no nos engañemos, todavía hoy, una mayoría de responsables políticos y agentes sociales -a derecha e izquierda- siguen presentando nuestro patrimonio natural, nuestra diversidad biológica y de ecosistemas, como un obstáculo que vencer, como un rémora al progreso y no como una oportunidad. La celebración, el 22 de junio, del Día Mundial de la Preservación de la Biodiversidad es una buena ocasión para llamar la atención sobre esta nueva -vieja- riqueza de la nación catalana.

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Salvador Milà i Solsona es miembro de ICV y ex consejero de Medio Ambiente y Vivienda de la Generalitat.

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