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DON DE GENTES
Columna
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Mi Mastercard

SIEMPRE LO DIGO: Nueva York es una ciudad histórica. Ha vivido tan intensamente los siglos XIX y XX y ha conservado tanto, que hoy andar por aquí es andar paseando por un museo de arquitectura, ciudadanía, inmigración. Pero no el museo canónico, no el museo donde lo histórico es histórico; aquí la historia se usa, como se usan los muebles viejos o como se usa el puente de Brooklyn. La historia también es la ardilla y la rata, las bolsas de basura, el ketchup y el Metropolitan, los negros que juegan al ajedrez en la plaza henryjamesiana de Washington Square. Todo eso da como resultado un carácter tan fuerte que hasta uno se siente un elemento del museo viviente. Estoy en el café Odeón, en Tribeca, ese barrio que dicen que pertenece en gran parte a Robert de Niro. Hace tanto tiempo que no veo a nuestro hombre aparecer en una película decente que cuando el otro día le vi en la tele en unas imágenes muy evocadoras del barrio pensé: al fin. De Niro aparecía paseando por las calles adoquinadas de Tribeca, mirando con orgullo y atención; su voz en off narraba el paseo -"éste es mi barrio, ésta es mi gente"-; aparecía en una esquina, en otra, en el café Odeón -"éste es el rincón en el que me gusta pasar horas muertas..."-. Para un tío tan arisco, tan poco dado a las confesiones, sonaba muy personal. Abruptamente, De Niro concluyó el minidocumental con esta frase: "Ésta es mi Mastercard", y enseñó su American Express. Pues bien, yo estoy sentada en el café al que va de vez en cuando el hombre de la Mastercard. Este café también es histórico: se han celebrado hace poco los 25 años de su apertura. No se rían, 25 años son mucho. Hace 25 años, este barrio no era el barrio apadrinado por el hombre de la Mastercard, era un lugar inhóspito en el que abrieron un café y al que empezaron a acudir artistas. Hace 25 años venía aquí Andy Warhol, con su peluca blanca. Una artistilla española lleva 25 años jactándose de que una noche pasó al lado de Warhol y le arrancó la peluca. En esos 25 años, las bolas de luz del Odeón vieron la cara esculpida en madera del escultor Leiro, que fue el que me trajo por vez primera. Y hace un tiempo, el tiempo en que los que éramos jóvenes nos hemos convertido en personas mayores, el jovencísimo Miquel Barceló venía aquí, y aquí fue apadrinado por el propio Warhol, que lo retrató, y por el galerista Leo Castelli. ¿Cuántos años han pasado? No sé, pero el hombre sonriente que entra ahora en el café sigue yendo por la vida con pintas de aprendiz. Miquel Barceló, años después. Con los pelos rubiales y erizados, con ganas de charlar. No he conocido persona más curiosa, más atenta al mundo. Pregunta por los hijos, cosa nada común en estos mundos culturales en los que parece que todos hemos salido de un repollo y no tenemos ni hijos, ni padres. Cuenta sobre los suyos. Cuando habla de los suyos no se refiere sólo a sus hijos, también a ese pueblo de la aldea de Malí donde pasa parte del año. Nos señala dónde está su casa en una foto. La montaña escarpada, la huella que provoca en la tierra la falta de agua. El chico de pueblo mallorquín buscó otro pueblo en un lugar remoto, y hoy los aldeanos señalan con orgullo su casa en lo alto de la montaña como la casa del pintor. El que es de campo lo será siempre. La conversación con Barceló siempre se desliza a la tierra, al animal. Lo normal es que uno acabe hablando de cerdos o de cabras, o mejor dicho, de cegdos y de cabgas, porque Miquel no pronuncia la erre, ni él ni nadie de su familia. Miquel habla de la inteligencia de los cegdos, a los que observa y estima tanto cuando están vivos como cuando decide hincarles el cuchillo. Miquel pinta cabgas. Los animales entran en su pintura de la forma más extraña: las termitas se le comían el papel y él aprovechó los milagrosos agujeros, a veces un agujero de termita se convertía en una vagina. Donde hay tegmitas, dice Barceló, acuden los escogpiones. Una noche, el pintor sintió que le clavaban un cuchillo en el ojo. Era una picadura de escorpión. Tomó cuatro valiums para evitar ese nerviosismo que podría provocar la muerte. Pensó: qué pasará si me quedo ciego. Durante varios días, a su rostro le creció una enorme deformidad, una segunda cabeza. El pintor se convirtió, literalmente, en un cuadro de su admirado Bacon. Miquel, el hombre inquieto, el que fuera niño tremendo e imposible, encauzó su energía apabullante sacando imágenes de sus manos, imágenes de cegdos, cabgas; de mujeres africanas en el mercado, con una dignidad escultórica, llevando peso en la cabeza, luchando contra el viento seco e hiriente; mujeres con vagina dibujada por las termitas. Mientras Miquel pintaba en Mallorca, en Malí o en París, expertos del arte de todo el mundo decretaban el final de la pintura; el futuro, decían, está en otros soportes, la representación de la realidad sobre el lienzo está superada. A espaldas de los expertos, Miquel sabía que en el arte ocurre algo inaudito: los primeros pintores, los que pintaron las cuevas, fueron maestros de la pintura; los primeros escritores, maestros de la escritura. Tal vez aceptando que en el arte se empezó desde arriba podríamos reconocer que anunciar el final de la pintura o la novela es algo que sólo puede calar en la opinión de expertos que olvidan la natural necesidad humana de contar historias y escucharlas, en papel o en lienzo, como sea. Miquel siguió pintando, envalentonado e irónico, sabiendo que la mayor burla que se puede hacer a ciertas teorías es seguir trabajando, igual que la mayor venganza para los envidiosos es seguir siendo alegre.

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Sobre la firma

Elvira Lindo
Es escritora y guionista. Trabajó en RNE toda la década de los 80. Ganó el Premio Nacional de Literatura Infantil y Juvenil por 'Los Trapos Sucios' y el Biblioteca Breve por 'Una palabra tuya'. Otras novelas suyas son: 'Lo que me queda por vivir' y 'A corazón abierto'. Su último libro es 'En la boca del lobo'. Colabora en EL PAÍS y la Cadena SER.

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