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Columna
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Dos trabajadores del metro

Nos hemos quedado de piedra al saber que el vagón que mató a los dos operarios del metro esta semana es una reliquia de 1943. Parecería una broma si no fuese por lo trágico del asunto. Y nos hemos quedado de piedra cuando Metro justificó la interrupción de la línea 6 por "avería" en lugar de por un accidente que costó la vida a dos personas, apoyándose en el viejo recurso de no "alarmar" a los viajeros. Ni que los madrileños fuésemos unos histéricos. Si de algo han dado prueba los habitantes de esta ciudad una y otra vez, la última por desgracia el 11-M, es de serenidad y sentido común. A ver cuándo nos enteramos de que los políticos que nos representan, las instituciones y los servicios públicos están al servicio del ciudadano y no al revés. En este país hay días en que uno sale a la calle y todos queremos ser tan importantes que el ambiente resulta insoportable. Seguramente queremos ser relevantes y famosos para que se nos respete y no se nos meta en el saco de las averías.

Los madrileños, gracias a las obras, estamos conociendo todo tipo de enormes grúas, de excavadoras, hormigoneras y tuneladoras último modelo, sólo nos quedaba entrar en la moderna terminal 4 de Barajas (donde el viajero de delante o detrás en la cola siempre ha perdido un vuelo), para acabar mal de los nervios. Pero lo que nunca nos habríamos imaginado es que en esta removida ciudad la renovación no llegase más allá de la vista del ciudadano y por tanto de lo que puede controlar y de lo que puede quejarse. Porque verdaderamente ojos que no ven, corazón que no siente. La pregunta es si no existe algún tipo de normativa general o inspección técnica que automáticamente dejase en desuso semejantes antiguallas, que pese a los fallos continuaban circulando en el mundo subterráneo donde están las calderas y los motores de tanta comodidad y artificiosidad.

Después de esto nos podría asaltar la duda de cuánta chatarra estará haciendo funcionar nuestro día a día. Al fin y al cabo una ciudad es una gran máquina expendedora. Le das a un botón y salen yogures, que alguien habrá traído hasta aquí después de que hayan sido hechos en alguna parte. Le das a otro y tienes un fármaco, cuya elaboración ni te cuestionas. Le das a otro y te cortan el pelo o te sirven una película. Le das nuevamente y tienes un menú completo por nueve euros. La particularidad de la ciudad consiste en que todo está hecho y sólo hay que extender la mano y cogerlo, eso sí con una buena visa en la palma. Y últimamente se tiene la impresión de que simplemente tecleando en un ordenador hay un lugar invisible en que se fragua lo que pedimos de manera un tanto mágica. Que queremos un billete de avión, tecleamos; que queremos ligar un rato, tecleamos; que queremos comprar un libro, tecleamos. En este punto no vendría mal recordar a uno de los grandes escritores de ciencia-ficción, Stanislaw Lem, recientemente fallecido. Si algo tiene la buena ciencia-ficción es que nos arroja a la cara el absurdo de un mundo en que, como decía el físico Peter Hänggi en EL PAÍS, "el dinero para la investigación no es ni de lejos el que se paga a un futbolista de élite". Unos meses antes de su muerte, declaró Lem en una entrevista que no iba a escribir más ciencia-ficción porque los tiempos que vivíamos ya eran de ciencia-ficción. Y luego se nos echa en cara que no tengamos sentido de la realidad. ¿De qué realidad hablamos? La única realidad que ya existe es la del deseo de conseguir algo y la consiguiente frustración de ese deseo, incluso acudiendo a la red. La decepción no nos la quita nadie. Claro que llegará el día en que nos podamos diseñar nuestra vida como se diseña una web e ir añadiendo y quitando cosas según nos plazca. Quizá para eso este empeño por inventarnos y reinventarnos constantemente, para algún día poder vivir la vida que queramos. De momento, nos encontramos en una fase bastante artesanal y rudimentaria en que aún hay que podar los árboles, limpiar las calles, hacer el pan, subirse a los andamios, colgarse de un edificio para limpiar los cristales. Aún se necesita que alguien reponga los yogures caducados y que haga guardia en el hospital por la noche y que arregle y ajuste las piezas de esos vagones que nos conducen por la vida mientras pensamos en nuestras cosas.

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