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Columna
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Alegría, parece

Así mismo, Alegría, parece, tituló Blas de Otero un poema de su libro Que trata de España, publicado en París por Ruedo Ibérico hace un millón de años, exactamente en 1964. Dos años antes ETA había celebrado su primera asamblea, en la que se autodefinía como un "Movimiento Revolucionario Vasco de Liberación Nacional" (ese es el orden primigenio del invento y no el que dijo Aznar). Algún tiempo más tarde, la benemérita organización comenzaría a liberarnos a golpe de gatillo y dinamita hasta poner encima de la mesa (en esta historia de carnicerías siempre ha habido una mesa o mostrador de por medio) más de ochocientos muertos. Es una historia bárbara y, sobre todo, triste. Pero esta primavera hay que hablar de alegría y hablar alegremente (como ha dicho el señor Zapatero) del principio del fin.

Por eso he recurrido al poema del poeta bilbaíno, porque habla de alegría, sí, pero sin olvidar cierta cautela, tentándose la ropa y atemperando el verso. Alegría, parece, nos dice Blas de Otero. En España hay hermosos claveles de fuego, mares de seda y montes que parecen espejeantes espadas azules (más o menos, eso es lo que nos cuenta). Es para estar alegre, pero a pesar de todo, el futuro deseado está lejos (Franco pesca salmones imposibles y los americanos, sustituido Walt Whitman por Walt Disney, continúan cayendo hacia arriba), de modo que paciencia, mis queridos amigos y vecinos.

La cosa, por lo tanto, está verde, como la primavera. Lo cual no impide (ni deberá impedir) nuestra alegría ni la del vecino. Se tratará quizás del "optimismo irrefrenable" que dicen que disfruta el sacerdote irlandés Alec Reid, a quien debemos algo (o mucho, según cuentan) de esta alegría primaveral recién inaugurada. Todo sea por la gracia de Dios, aunque aquí (lo dijo Blas de nuevo) no se salva ni Dios. Afortunadamente, los militares de ETA no mataron a Dios. Decidieron perdonarle la vida en un gesto piadoso. Y Dios, naturalmente todo misericordia, los habrá perdonado, no lo dudo. Otra cosa distinta es que los tribunales de justicia, que no son Dios, ejerzan la virtud de la misericordia.

Alegremente recorrieron las calles de Bilbao el sábado pasado miles de ciudadanos en demanda de una amnistía para los presos de ETA y en favor de un proceso de resolución del conflicto (no me molesto en entrecomillarlo) que debe ser abierto y sin ningún tipo de exclusión. Es comprensible la alegría de todos esos vascos que sueñan con un futuro diferente, con una democracia diferente y un país diferente (más igual, imagino, a sí mismo, a ellos mismos, no sé). Lo comprendo. Y comprendo que el pequeño detalle de que aún no nos hayamos liberado del Movimiento Vasco de Liberación - es decir, el pequeño detalle de que ETA, igual que el dinosaurio de Augusto Monterroso, aún siga ahí- no empañe su alegría ni sus ganas de reclamar acuerdos más o menos necesarios y amnistías tal vez inevitables. Entre tanta alegría desatada, no obstante, se agradece la cordura de Josu Jon Imaz cuando recuerda que antes que nada hay que verificar la desaparición del monstruo.

"El pueblo vasco", aseguraba Begoña Errazti en el transcurso de la citada y multitudinaria manifestación, "ya está en el camino imparable hacia la soberanía". Ha bastado con que ETA anuncie un alto el fuego para poner en marcha al pueblo vasco. Esa será la normalización, supongo. De lo que estoy seguro es de que ver a un ciudadano vasco que se sienta español exhibiendo en Euskadi una bandera constitucional seguirá siendo una anormalidad y una provocación intolerable. La normalización, barrunto, no pasará por ahí. Los intercambios de banderines, para los torneos escolares de baloncesto.

Me alegro, en todo caso, por la alegría ajena. Debe ser excitante sentirse caminando hacia una meta que se observa cada vez más cercana. Imprima, no deprima (pedía Bryce Echenique). Euskadi, lo acaba de desvelar un estudio auspiciado por unos laboratorios farmacéuticos, es la comunidad con menos depresivos de España (sólo un 2,48 % de los vascos padecen esta enfermedad, frente a un 10,3 % de los gallegos, devorados por la melancolía). Ni la existencia de ETA consiguió deprimirnos. Tampoco, como dice Ramiro Pinilla (último y justo Premio Nacional de la Crítica) "la maldición de la patria". La patria nunca es nuestra; somos suyos. Y a los patriotas siempre les va la marcha.

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