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Columna
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Gas

El Ayuntamiento alemán de Pulheim ha decidido cerrar, al menos provisionalmente, la instalación del artista español Santiago Sierra que convertía la sinagoga de la ciudad en una cámara de gas. La polémica saltó nada más inaugurarse el evento. Mientras el artista sostenía que trataba de actuar "contra la banalización del Holocausto", muchos consideraban que incurría en lo contrario. El escritor judío Ralph Giordano, que fue víctima de la persecución nazi, tachó la instalación de "infamia sin igual". Así, a primera vista, parece que podrían tener razón quienes la consideran un escándalo, pero las cosas no son tan sencillas.

Da la impresión de que Sierra no habría hecho sino acortar la distancia entre el lugar que proporcionaba identidad a las víctimas potenciales -ser judío no significa más que pertenecer a la religión judía, de ahí la importancia identitaria de la sinagoga- y el lugar donde se convertían en víctimas: la cámara de gas. Y en ese acortar distancias Sierra tiene razón, porque los judíos no sólo fueron exterminados en los campos concebidos ad hoc, sino muchas veces en el lugar en que vivían y donde rezaban. Ocurrió sobre todo en Polonia y la Unión Soviética en cuanto los alemanes las invadieron. Asesinaban a los judíos a tiros hasta que Himmler decidió apiadarse de los verdugos y evitarles los malos ratos que pasaban metidos en la sangre y los ojos de las víctimas. Para ello, y tras muchas pruebas, mandó construir las cámaras de gas. Allí la muerte se convirtió en un acto impersonal e industrializado. Los asesinos, a menos que en su sadismo buscaran contactos directos, sólo tenían que ocuparse de lanzar por unas trampillas los cristales que se convertirían en gas letal; del resto -recoger los muertos, quemarlos y evacuar las cenizas- se ocupaban, para mayor escarnio, los propios judíos.

Desde la publicación de las caricaturas de Mahoma, las religiones -todas- andan muy sensibles con la blasfemia, lo que ha podido influir en la demonización del trabajo de Sierra, pero no parece que se le pueda achacar blasfemia alguna, sino, a lo sumo, el intento precisamente de poner a los alemanes directamente ante una de sus realidades históricas, seguramente la peor. Y eso ha podido resultarles a muchos insoportable. Por esto -por confrontar al pueblo alemán con sus responsabilidades- y por ese acercamiento entre el lugar de la vida y el lugar de la muerte -los exterminaron en cámaras de gas por ser de la sinagoga-, quienes no deberían escandalizarse son los judíos. Antes al contrario, deberían celebrar la permanencia de la sinagoga por encima del gas, que es lo que ha permitido la instalación de Pulheim y espoleado la memoria.

El horror no terminó cuando los campos fueron liberados. Muchos supervivientes estaban tan gravemente enfermos que no sobrevivieron a su liberación. Otros regresaron como pudieron a sus lugares de origen para ver cómo les insultaban los vecinos que les habían robado las casas. Ocurrió detrás de lo que muy pronto se llamaría el Telón de Acero. Cuenta Laurence Rees en Auschwitz -libro altamente recomendable que resume todo el horror nazi concentrándolo en la evolución del campo de triste memoria-, que uno de los supervivientes, un judío polaco llamado Toivi, sólo recibió hostilidad en su pueblo y en el resto de Polonia. Cuando volvió 40 años después -había rehecho su vida en los Estados Unidos- y quiso visitar la casa que fue de sus padres, el individuo que la ocupaba, y a quien Toivi conocía, tras hacerse el loco admitió que sabía que perteneció a la familia de Toivi, pero también dijo saber por qué Toivi estaba allí, para recuperar el dinero escondido, del que quería el 50%. Toivi se marchó a punto de vomitar.

En la siguiente ocasión que Toivi visitó el pueblo halló la casa de sus padres en ruinas. El imbécil que la ocupaba la destruyó buscando un tesoro que sólo estaba en su mente codiciosa. No creo que en la mente de Sierra haya nada parecido. Poner el dedo en la llaga puede ser todo lo más una osadía.

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