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ANÁLISIS | NACIONAL
Columna
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Justicia salomónica

CUANDO LA LEY DE AMNISTÍA aprobada por las Cortes Constituyentes en octubre de 1977 vació las cárceles de presos de ETA, no era fácil imaginar los problemas jurídicos y morales que surgirían casi treinta años después a cuenta del cumplimiento de las penas de terroristas castigados a miles de años de reclusión. La Sala Segunda del Supremo estimó el pasado 28 de febrero el recurso interpuesto por Henri Parot (detenido en 1990 y condenado en 26 sentencias a 4.797 años de privación de libertad como autor de una larga serie de asesinatos) contra una resolución de la Audiencia Nacional de 26 de abril de 2005 que refundía todas las penas dictadas en dos bloques separados -de 30 años cada uno- para evitar su salida anticipada de prisión en 2010 a través de los intersticios y los huecos de la legislación penitenciaria; el auto sostenía que la interrupción de actividad criminal durante 30 meses -entre 1982 y 1984- prueba la existencia de dos periodos delictivos diferentes. Ahora bien, el Supremo alcanza las mismas conclusiones prácticas que la Audiencia Nacional -lograr que Parot permanezca en la cárcel hasta 2020- a través de una novedosa reinterpretación jurisdiccional del cómputo de los beneficios penitenciarios.

La Sala Segunda estima el recurso de Henri Parot contra el auto de la Audiencia Nacional que acumulaba condenas en dos penas diferentes, pero revisa a la vez el cómputo de beneficios penitenciarios

La doble decisión que permite al Supremo aceptar el recurso de Parot sobre la acumulación de penas y obligarle al mismo tiempo a cumplir 30 años de reclusión podría ser un ejemplo de justicia salomónica. La sentencia subraya, en cualquier caso, que la reinserción social de los condenados -mencionada en el artículo 25 de la Constitución- no es una finalidad absoluta de las penas de privación de libertad, sino que debe ser armonizada con los principios de prevención social y de retribución.

Aunque la revocación del auto de la Audiencia Nacional contase con el respaldo de toda la Sala, tres de sus quince magistrados suscribieron un voto particular contra la nueva interpretación impartida por la mayoría del tribunal sobre el procedimiento de cómputo de los beneficios penitenciarios. Hasta ahora, la reducción de la estancia carcelaria (unos 10 años para Parot) tomaba como base la pena refundida de todas las condenas (casi 5.000 años en este caso) ajustada al tope temporal (30 años) de cumplimiento fijado por el Código de 1973; la revisión jurisprudencial establece que el cálculo deberá hacerse en el futuro sobre cada una de las penas singularizadas y de forma sucesiva hasta llegar a los 30 años máximos.

Ese abstruso debate sobre refundiciones, acumulaciones y penas a la vez múltiples y únicas tiene un aire escolástico y curialesco poco atractivo para el sentido común y la mentalidad secular; de ahí que los argumentos del voto particular en defensa de la jurisprudencia tradicional (según la cual las penas individualizadas una vez refundidas mutarían en otra pena nueva resultante y autónoma) tengan un oscuro tono doctrinario. Pero las críticas de los magistrados de la minoría contra la mayoría del tribunal por hacer una re-escritura -no una relectura- del Código Penal tocan ganglios nerviosos del Estado de derecho: los requisitos exigibles para modificar la jurisprudencia, el derecho de igualdad (16 reos en situación penitenciaria parecida a Parot han salido ya en libertad), la comparación entre los Códigos de 1973 y 1995, la interdicción de la retroactividad para las decisiones contra reo y la incoherencia entre ese punto de la sentencia y el objeto del recurso.

El voto particular detecta un nexo causal entre el giro jurisprudencial dado por la Sala Segunda a propósito de los beneficios penitenciarios y la singularidad de un caso condicionado por "el sanguinario historial del recurrente y su cruel autocomplacencia en lo realizado", así como por la repercusión en los medios de comunicación y la opinión de su eventual excarcelación. Pero este tipo de circunstancias debería quedar al margen de los veredictos judiciales, no sólo por un imperativo de estricta legalidad sino también por razones de política criminal: los terroristas provocan al Estado de derecho precisamente para desviar su rumbo hacia "esa destructiva forma de conflicto consigo mismo que representa el recurso a medidas excepcionales".

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