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Columna
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Mediodía, 1900

Con ocasión de un traslado de domicilio -esa catástrofe privada que es una mudanza- muchas cosas que se encontraban barajadas en el cajón semicerrado del olvido, recobran actualidad y trascendencia. Papeles que creímos destruidos, cartas que contestan a asuntos olvidados, tarjetas postales que muestran un paisaje muy modificado, peticiones de ayuda que no recordamos haber atendido, copias de solicitudes propias sin constancia de que llegaron a su destino, libros que vanamente habíamos buscado entre los demás y cuadros o grabados que presidieron muchos años de nuestra vida y parecen haber perdido el sitio preeminente que tuvieron.

Entre mis lealtades plásticas sentimentales he vuelto a ver, de cerca, una reproducción fotográfica que tiene sitio en mis paredes. Fue regalo de un gran amigo, Ramón Urbano, mejor dicho, uno de dos obsequios, el otro es un tablero que reproduce, en tinta china y tratado al duco, la construcción de la catedral de Colonia. (2,15 x 1,20), lo primero que cuelgo en la pared de cualquiera de mis sucesivas moradas.

El que hoy me ocupa es una reproducción fotográfica, que debió tener gran calidad para soportar la ampliación (65 x 47). Figura el primer tramo de la calle de Toledo a principios del siglo pasado y parece hecha desde un balcón del número 19, la primera casa en que yo viví, hacia 1923. El edificio continúa, con la solidez de las construcciones de antaño, aunque a veces las paredes, al encontrarse, no correspondan con el ángulo recto. Hace esquinas con las calles Imperial y de la Lechuga. La planta albergó al Café Nacional, también desaparecido. A pocos metros, en acusado ascenso, la bella Plaza Mayor. Me fascina esta fotografía, hecha quizá veinte años antes de mi llegada al mundo. La tengo colgada en un pasillo y la contemplo varias veces cada jornada. Una foto nítida, de notable perfección, tomada al mediodía en punto y en verano, deducción que no precisa de un Horatio Caine o de un Grissom criminalísticos, como dicen en la tele. En la calle se ven unas cuantas personas que sólo hacen sombra a sus pies. El sol cae a plomo. Cruza el empedrado un aguador con el tonel, que no debe contener más de 20 litros, al hombro; dos caballeros con chistera, otro con bombín, alguno con gorra de visera, la palpusa que aún dicen los castizos. Y con el clásico jipi-japa. Cinco mujeres con las sayas hasta los tobillos y el cabello tirante, una niña de larga trenza a la espalda. Y un varón de uniforme y destocado, seguramente un bombero del parque, que aún sigue en la corta calle Imperial.

Lo más voluminoso es el tranvía -el número 66-, y la instantánea fue obtenida en el momento de cambiar el tiro de las mulas, maniobra claramente reproducida. Quizá necesitaban otras de refresco para acometer el pronunciado repecho hasta la plaza. La fecha también se acusa en el vehículo municipal, que es de los que se llamaban jardineras, abiertos, con providenciales cortinas para defenderse del calor. En la plataforma trasera un soldado con uniforme veraniego Cerca, dos calesas, probablemente coches de alquiler. Descienden dos carros, de cuatro mulas cada uno, con el arriero llevando del ronzal a la que va en cabeza.

Al pie de la calzada nueve tiendas, cubiertas con enormes piezas de tela, quizá de algodón o de lana, para el mismo fin preventivo del calor agosteño y resguardo de escaparates, tenderos y clientes. Creo que, de cuando en cuando, las empapaban de agua, aunque la inmediata evaporación poco frescor augura. La misma protección se observa en ventanas y balcones. De ellos penden persianas de cortinilla, a base de listones de madera horizontales, era el aire acondicionado de finales de XIX y comienzos del XX. Se deduce, por el tranvía, que aún no había tendido eléctrico en las calles, que se alumbraban por el gas -que recuerdo haber visto en la posguerra de la Guerra Civil, al farolero prendiéndolos con maestría- y que la mayoría de las casas aún no disponían de agua corriente, lo que justifica la presencia del fornido aguador.

Pero destacan dos ausencias que nos envenenan la vida: no había automóviles, los semovientes contaminaban muy poco, ni antenas de televisión en tejados, terrazas y boardillas. Eso sí, ¡cómo deberían oler los madrileños en los meses caniculares!

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