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Columna
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Las personas como objeto de lujo

Hacer una compra resulta ser poco si, además, podría hacerse un amigo. El pacing es una nueva técnica de ventas que instruye al vendedor en el arte de sintonizar personalmente con un cliente concreto. De esta manera el comprador se encuentra con que su posible indecisión disminuye y sus posibles impulsos se refuerzan al sumarse con los del empleado que le es afín.

Como todo el mundo sabe, cuando creemos a solas en una cosa, esa cosa no pasa de ser una creencia más, pero si esa creencia se repite en alguien se transforma pronto en convicciones.

Tratar apropiadamente a las personas, hacerlas sentir bien es la base del sistema en la actual etapa personista. Puesto que el sector de la información y las comunicaciones personales no cesa de crecer, las empresas se basan crecientemente más en el capital humano que en el financiero. De esa manera, pronto -aunque siempre parece tardísimo- introducirán modos de hacer más grato el medio laboral pero ya han introducido diversas estrategias de relación con el público.

El cliente ha dejado de contemplarse como una presa fácil o necesitada para erigirse en un sujeto cínico y complejo al que es necesario abordar con procedimientos y efectos de amor. El pacing, del que ya se habla en publicaciones como Cinco Días, busca alcanzar una empatía del vendedor con el comprador y seguir, durante el proceso de la compra, los pasos interiores de éste. Finalmente, el objeto que se entrega llegará envuelto no sólo en el papel del establecimiento sino en el recíproco papel humano que haya constituido la experiencia de comprar.

¿Una superchería más del capitalismo de ficción? Efectivamente. La novedad radica, sin embargo, en que al marketing basado especialmente en el objeto le sigue ahora la preocupación basal por el sujeto. Todo ello, tiene poco que ver con la mentira o la verdad en sentido estricto: se refiere a la verosimilitud eficaz, tal como sucede en el cine, las novelas, los videojuegos o la realidad virtual.

El mundo aparece revestido de una funda -un cuento fundacional- sobre el cual vivimos, gastamos, sentimos y morimos. En esta narración, que nunca ha faltado, la componente que ahora más importa es la dosis de humanidad. Porque el humanitarismo que tan abultadamente brota en los casos de la inundación o el huracán, no es sólo hoy un fenómeno asociado a la desgracia.

El humanitarismo está presente hasta en los momentos más felices o benévolos y la cultura de consumo se impregna ahora, por uno y otro lado, de jugos que evocan sin cesar la vivencia de la Humanidad. Por el lado de los objetos, en el último foro de Davos nació una iniciativa protagonizada por grandes marcas de lujo (Armani, entre ellas) para destinar un alto porcentaje del precio de algunos productos con etiqueta roja, al Fondo Mundial contra la malaria, el sida y la tuberculosis. Y otro tanto prometió American Express a través de una tarjeta de "crédito color rojo" comprometida, según su director de marketing, John D. Hayes, en entregar un 1% o más de las transacciones a los más necesitados. El humanitarismo es ya una etiqueta de contemporaneidad, un plus de imagen. Es decir: la caridad revierte en productividad, tal como el Evangelio predecía en su famosa fórmula del ciento por uno.

Igualmente, el juego de amor al prójimo, los ejercicios de empatía o compasión multiplican la eficacia de la venta en la tienda. Wal.Mart hace tiempo que emplea actores para hacerlo mejor con sus parroquianos porque en definitiva el consumidor no ha buscado nunca consumir por el gusto de consumir sino por el placer de mimarse o darse gusto. Redescubrir esta simpleza, medio siglo después de aparecer en Europa la expresión "sociedad de consumo", ha llevado a la personalización de casi todo y al personismo relacional en las conexiones dentro y fuera de la Red. La actualidad es hoy, desde la política hasta la nueva medicina, desde los Pilates a la ropa de Adolfo Domínguez, un asunto de orden personal. O sea: la ignorancia de la persona, es hoy el cenit de la ignorancia.

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