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Ecologismo radical y antihumanismo

Víctor Gómez Pin

Los periódicos se han hecho eco de un acto celebrado recientemente en Ginebra, promovido por el Tribunal Internacional de Justicia de Derechos Animales. Ilustraba el mismo una imagen de Brigitte Bardot posando junto a una enorme foto en la que se ve una foca con un palo en la boca frente a un bebé humano mortalmente herido a golpes... se supone que por el animal. La moraleja del asunto es clara: se trata de sensibilizar al ciudadano respecto a una tesis defendida desde hace años por la ex actriz, para quien aniquilar a un bebé foca es moralmente equiparable a la aniquilación de un bebé humano. Obviamente, se apunta a conseguir que la matanza gratuita de bebés foca sea no sólo penalizada jurídicamente, cosa razonable, sino equiparada a un infanticidio, lo cual constituye un despropósito. Estoy seguro de que hasta los más radicales defensores de los derechos de los animales (incluido Franz Weber, ecologista suizo y presidente del Tribunal Animal) habrán experimentado un inconfesado sentimiento de paralelismo abusivo ante la estremecedora imagen.

Es fácilmente comprensible que madame Brigitte Bardot (al parecer, compañera sentimental de un militante lepenista) intente paliar con su compasión animalista una previsible deficiencia en lo que se refiere a la solidaridad con los miembros de su especie. El auténtico escándalo reside en que tal actitud encuentra complicidad intelectual en muy honorables representantes del mundo intelectual, defensores a ultranza de la equiparación entre hombres y animales, que instrumentalizan hechos científicos indiscutibles al servicio de una hermenéutica cargada de algo más que de convicciones científicas. Así, se enfatiza el grado de coincidencia genética haciendo abstracción del peso de las secuencias reguladoras que no codifican proteínas, o de "pequeñas" diferencias tan trascendentes como la mutación en el gen FOXP2, al parecer determinante en la aparición del lenguaje. Hay múltiples síntomas de que un presupuesto meramente ideológico subyace tras la tesis de que nuestra condición se diluye en el seno de la condición propia de los animales y tal prejuicio determina los rasgos que ciertos intérpretes están dispuestos a enfatizar a partir de sus constataciones. Se extraen así corolarios en el plano jurídico y se formulan máximas de acción edificantes, como la implícita en la imagen brutal de la foca y el bebé.

Cuando Garcilaso escribe "... no me podrán quitar el dolorido sentir", alude obviamente a un sentimiento mediatizado por el juicio y el lenguaje y no meramente a lo que pueda experimentar un ser dotado de sistema nervioso central. Mas si se enfatiza sólo este último hecho, si se hace abstracción de lo específicamente humano del dolor, cabe entonces dar un paso más, considerando que el dato del sistema nervioso central no es decisivo, extendiendo así la empatía a la vida en general. Lo cual abre a su vez paso a una afirmación del valor en sí y por sí de la naturaleza... haciendo abstracción de que ésta sería ciega si el hombre no estuviera ahí para establecer la medida y el peso de aquellas cosas por las que es preciada. El camino está así abierto a una inversión de jerarquía por la cual no se valoraría a la naturaleza (reino animal incluido) en razón de que sirve al hombre, sino que más bien se valoraría al hombre en razón de que sirve a la naturaleza. Un salto más y podría postularse que incluso la lucha por la persistencia de la naturaleza, aun en la hipótesis de la desaparición de todo testigo de su presencia, una naturaleza sin la humanidad, forma parte del acervo de la ética. Estas máximas de acción que tienen a la naturaleza como referente último responden ciertamente a algo bien humano, a saber, a una oscura y profunda pulsión de fusionarse con lo que trasciende nuestra realidad; pulsión que obviamente no se da en los animales y que constituye incluso expresión de la singularidad de nuestra especie.

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Este desplazamiento del hombre como centro de referencia (en beneficio primero de la animalidad, después de la vida y en última instancia de la naturaleza en general) refleja simplemente el triunfo de una tendencia antihumanista. Antihumanismo porque es contrario a lo que, desde los presocráticos y el Génesis hasta Noam Chomsky, pasando por lo esencial de la historia de la filosofía, ha constituido el discurso sobre la naturaleza y sobre el papel en ella del ser indisociablemente sapiens y loquens que constituimos. Y en esta lista no excluyo el pensamiento de Darwin ni el sustentado en la genética contemporánea. Pues de éstos se infiere ciertamente que "la carne se hizo verbo" y no a la inversa, mas en absoluto que tal aparición de la palabra no suponga un acontecimiento radicalmente subversivo en el seno de lo viviente.

Y situar al hombre en el centro de interés, restaurar el ideario humanista, lejos de ser contrario a la exigencia de conservar y proteger la naturaleza, tiene en ello un auténtico corolario. Pues a menos de considerar que nuestra condición es angélica, no cabe imaginar la cabal realización de las potencialidades humanas más que en un contexto natural... regulado y armonizado precisamente por el hombre. Si la dignidad material y la fertilidad espiritual del conjunto de los seres humanos fuera la máxima de acción, entonces la exigencia de proteger y conservar la naturaleza surgiría como corolario: corolario, concretamente, del programa de cualquier organización política que mereciera el calificativo de democrática, lo cual haría superflua la existencia de un partido ecologista (al igual que la de un partido feminista o antirracista). Que así no ocurra es ante todo un síntoma de fracaso de los proyectos liberadores de toda la gran tradición política y espiritual de nuestra historia. Síntoma en última instancia de una suerte de desarraigo, de falta de confianza en nuestra entereza ante los problemas derivados de nuestra condición, los cuales son entonces sustituidos por falsas querellas: síntoma de nihilismo.

Víctor Gómez Pin es catedrático de la Universitat Autònoma de Barcelona.

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