_
_
_
_
_
Columna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las columnas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

El trapecio

Han sido semanas de aniversarios. Treinta años desde la muerte del dictador y el inicio para nosotros de una nueva vida, y, a partir de ahí, otras consecuentes conmemoraciones. Recordar nos ha devuelto a un país como de foto en sepia, imágenes tostadas que parecen de hace un siglo y, sin embargo, son de antes de ayer. En medio de los recordatorios he encontrado otra noticia de época: se acaba de subastar el trapecio de Pinito del Oro. Su nombre me devuelve otra vez al blanco y negro y a un espectáculo que no sé si contemplé de verdad, en un circo cierto, o sólo en algún documental que yo confundí con la vida misma. Porque impresionaba Pinito del Oro de lentejuelas y de pie, sobre un trapecio que era sólo una raya, en las alturas.

Al pensar hacia atrás siento una forma de emoción que no tiene que ver con la añoranza, que me resisto a llamar nostalgia porque lo que la motiva le pertenece esencialmente al futuro; es corriente que avanza en el sentido del porvenir. Nostalgia no, pero sí echo de menos algunos dichos de antes, algunas expresiones, esto es posiciones intelectuales, que han dejado de usarse o simplemente de oírse; las ha vuelto inaudibles la jerarquía de los discursos mediáticos, de los best sellers de la comunicación. Una de esas expresiones es tener mundo, que siempre se usaba admirativamente. Era un elogio decir de alguien que tenía mundo, que había salvado las estrechas fronteras de sí mismo y se había contagiado de lo otro o de otros. O ser ciudadano del mundo, otra ambición que ha ocupado la mente de muchos durante mucho tiempo, una tendencia, como se dice ahora, de épocas más abierta e imaginativamente expansivas (o menos adocenadamente globaliconas) que las actuales. Ser ciudadanos del mundo como una manera también de rebelarse contra las sombrías estrecheces y los oscurantismos identificadores de las dictaduras.

Hoy ya no se ambiciona o no se oye. El presente prefiere los pequeños formatos, las ciudadanías de un barrio del mundo; en realidad, de una zona residencial del mundo, de una urbanización exclusiva, bien delimitada, con todas las comodidades dentro y barrera de seguridad en la puerta. Echo de menos esas expresiones, pero me resisto a llamar nostalgia a esta emoción. No se añora lo que está por venir, y yo estoy convencida de que las identidades múltiples y mestizas, íntima y variablemente transfronterizas, están en el horizonte del futuro. A pesar de las apariencias, hacia allí vamos.

Mientras tanto, aquí nos ocupamos en un debate identitario mucho más modesto y para mí mucho menos estimulante, entre otras cosas, porque tiende a representar la identidad pretérita y sentimentalmente. Como si la identidad sólo pudiera sentirse y no pensarse e idearse. Como si la identidad fuera sólo una herencia, un edificio que recibimos hecho (y a veces en estado ruinoso) y no un proyecto: los cimientos o los planos para un diseño propio de construcción. Como si le perteneciera más a la geografía que a la filosofía de la vida. Yo identifico la identidad con lo segundo, con la pertenencia a una familia de valores, a una cultura de principios a la que nos adscribimos no en colectivo, sino individual y ciudadanamente. Y desde ahí no veo muy claro eso tan esencial que diferencia a un palentino, un barcelonés, un lucense, un gaditano, un navarro o un alavés. Veo, en cambio, con toda claridad lo que aún distingue a una vasca de un vasco (y lo mismo en todas las comunidades): la discriminación, por ejemplo, mayor pobreza, y hasta un 20% menos de salario por el mismo trabajo. Y lo que distingue a quien vive por debajo del umbral de pobreza (uno de cada cinco españoles, la misma proporción que hace 10 años) de los que viven por encima. Y el estar del no estar desempleado/a. Y el tener del no tener vivienda. Y meridianamente veo la diferencia de (id)entidad entre un sueldo digno y una pensión miserable. Ése me parece el debate identitario principal y el argumento que debería orientar las conmemoraciones democráticas, hasta conseguir borrar la raya, el trapecio social donde unos avanzan con red y otros peligran sin ella.

Lo que más afecta es lo que sucede más cerca. Para no perderte nada, suscríbete.
Suscríbete

Regístrate gratis para seguir leyendo

Si tienes cuenta en EL PAÍS, puedes utilizarla para identificarte
_

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_