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NOTICIAS Y RODAJES
Columna
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Cuatro apuntes sobre 'La vida secreta de las palabras'

Hay en el Prado un retrato de Tintoretto de una cortesana veneciana. La mujer nos muestra sus pechos; y alrededor de su cuello se ve un collar de varias vueltas de perlas resplandecientes. En cierto momento de La vida secreta de las palabras, Hannah (Sarah Polley) revela sus pechos con un gesto casi idéntico. No lleva perlas, sin embargo. Hannah es una obrera textil, enfermera de profesión. En su pecho descubierto vemos las cicatrices de las heridas que le infligieron los soldados que la secuestraron y la violaron cerca de Dubrovnick, durante la guerra civil yugoslava. Y hace este gesto años después, cuando está asistiendo como enfermera a un hombre que se ha quedado ciego en un accidente sucedido en una plataforma petrolífera. El gesto de ofrecerse a él, a sus caricias.

Esta película trata del deseo encerrado en la idea de que la vida es un don

Comparo este gesto con el del cuadro de Tintoretto como una manera de decir en un susurro, igual que lo dice la película, que compartir el dolor pasado puede conducir a una desnudez más íntima que la promesa de un placer compartido. Así se desnuda ante el dolor toda la película de Isabel Coixet.

Mientras veo la película (de dos horas, y no podía ser un minuto más corta) no pienso en que son actores actuando o decorados. Los protagonistas son como viven. Sus debilidades son iguales que las nuestras: una consecuencia de haber vivido. Los lugares -una fábrica textil, una zona de almacenes y naves industriales, una plataforma petrolífera, una pequeña pista de aterrizaje para helicópteros, una cantina- son lugares que todos tenemos cerca, nos fijemos o no en ellos.

La distancia entre la historia y la vida cotidiana que reconocemos es mínima. Por eso pensé en ciertas películas de Rossellini y De Sica realizadas en la Italia de posguerra. La cosmovisión de esta película es muy diferente de la de aquéllas, como lo es también su estética (muchos de sus encuadres recuerdan a un cuadro renacentista, de Mantegna, por ejemplo). Lo que tiene en común con el neorrealismo italiano es la sacralización de lo cotidiano.

El público italiano de hace sesenta años se reconoció inmediatamente en aquellas películas, en los dilemas que presentaban, en las calles devastadas, en las argucias para sobrevivir y en ese momento histórico especial que les había tocado vivir al terminar la Segunda Guerra Mundial.

Exactamente igual que nos reconocemos nosotros en esta película que aborda lo que el subcomandante Marcos ha denominado la Cuarta Guerra Mundial. La Tercera fue la guerra fría. Y la Cuarta, que empezó hace diez años, es la guerra de los ricos organizados contra los pobres. Todos los personajes de esta película son expertos en supervivencia. Todos están heridos en un sentido u otro. No llegamos a ver a ninguno en su casa. Pero todos tienen una conciencia de su destino que raramente tienen los ricos.

La comida, el placer de cocinar y de comer bien (cuando surge la oportunidad), es uno de los temas recurrentes de la película. Otro es la broma: se bromea porque, en ese momento, es lo único que se puede hacer. Ambos temas nos recuerdan que, pese a todo, se puede pensar que la vida es un don. En la cubierta inferior de la plataforma hay una oca salvaje medio domesticada por un oceanógrafo que se dedica a medir día y noche la fuerza de las olas. Un presagio. Esta película trata del deseo encerrado en la idea de que la vida es un don. Pero no es necesario utilizar unas palabras así de altisonantes. Mejor escuchar las pequeñas palabras de la película: ellas lo dicen todo.

La idea a partir de la cual se imaginó esta película es la de que hay un horizonte que se extiende allende la noción de martirio. ¿Cuántos cuadros a lo largo de los siglos se han referido a esto mismo? Un buen número. Hoy, sin embargo, en el modo de pensar de los ricos y en los medios de comunicación que ellos controlan, ha quedado abolida toda noción de martirio y ha venido a sustituirla la de exención. Esa exención del dolor y de la violencia que parecen proponer, en primer lugar, el dinero y luego todas las falsas promesas del consumo. En esta película no hay ese tipo de exención. Por eso nos identificamos con ella.

Tampoco se rinde en ella culto alguno al dolor. Sencillamente se ofrece una visión de cómo a veces el sufrimiento conduce a una salvación compartida, que nunca es simple, que nunca es mera palabrería. Antigua. Algo que suelen descubrir quienes no tienen poder.

Josef (Tim Robbins), el trabajador de la plataforma, sufrió graves quemaduras y perdió temporalmente la vista en su intento de salvar la vida de un compañero que quería suicidarse, aunque Josef no lo supiera. Su soledad y sus heridas permiten entonces que Hannah trascienda aquello por lo que tuvo que pasar y que, contra toda posibilidad, vuelva a ser inocente. Los nombres de dos personas -Josef y Hannah- contienen las palabras que llenan toda una vida. Como dice de una manera tan bella la escritora vietnamita Le thi diem Thúy: "Que tu palabra sea humilde, que sepan que el mundo no empezó con palabras, sino con dos cuerpos abrazados, llorando el uno y el otro cantando".

John Berger es escritor británico. Traducción de Pilar Vázquez.

Javier Cámara, a la izquierda, y Tim Robbins, en <i>La vida secreta de las palabras.</i>
Javier Cámara, a la izquierda, y Tim Robbins, en La vida secreta de las palabras.
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