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Columna
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Los muertos

Manuel Vicent

A primera hora de la mañana, con la salida del sol, las cuatro campanas de la iglesia daban dos o tres trallazos y luego, una detrás de otra, tañían con una cadencia lenta y melancólica. Alguien había muerto esa noche en el pueblo. Bajo la terrible canícula, en el silencio del mediodía, había una casa con la puerta entornada, en penumbra. Algunos niños entrábamos muy despacio y, apartando la cortina, el más audaz preguntaba: "Señora, ¿nos deja ver al difunto?". Una mujer de luto nos hacía pasar. En una habitación, junto a la cama desmontada, estaba el muerto encorbatado dentro de un ataúd en el suelo, con un pañuelo atado en la cabeza para sujetarle la barbilla, con las suelas de los zapatos pintadas con betún. Siempre había una mosca pertinaz que se paseaba por su cara. "Miradle, pobrecito, se ha quedado como un pajarito", decía la mujer, mientras trataba de ahuyentar con un papirote inútilmente a la mosca que iba y venía. En los entierros de aquel tiempo los gritos de dolor resonaban en medio de los naranjos y llegaban hasta el mar. Nada tenían que envidiar a los alaridos de las tragedias griegas. En los nichos permanecen todavía las fotografías amarillas de aquellos muertos de mi niñez cuyos ojos espantados y la severidad hierática en el rostro tampoco desmerecen de los retratos metafísicos de la escuela italiana. Aquellos eran muertos de verdad. Pero hoy la muerte ha sido esterilizada. Los tanatorios de las grandes ciudades se parecen a los aeropuertos. Un altavoz anuncia la salida de un difunto hacia el cementerio como si fuera a tomar un avión al Caribe junto con toda la familia. Nadie llora, nadie grita. El cadáver arde en un crematorio aséptico mientras suena un cuarteto de Schubert y alguien lee un poema o un fragmento de Isaías. Con las cenizas de un ser querido hoy se puede hacer un diamante para llevarlo engarzado en el dedo, aunque la mayoría las esparcen en el Mediterráneo, que se ha convertido en el último e inevitable cementerio marino. Al parecer, se considera un lujo pasar la eternidad en compañía de los rodaballos. De niño uno cree que siempre se mueren los otros, hasta que un día compruebas que la muerte no es una abstracción. Primero se van al otro mundo los amigos de tus padres. Después comienzan a morirse tus amigos. Cada vez bombardean más cerca. Pienso que para salvar el pellejo sería conveniente refugiarse en el hoyo que deja la bomba que ha matado a un compañero. No creo que funcione, pero así me lo enseñaron en el ejército.

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Sobre la firma

Manuel Vicent
Escritor y periodista. Ganador, entre otros, de los premios de novela Alfaguara y Nadal. Como periodista empezó en el diario 'Madrid' y las revistas 'Hermano Lobo' y 'Triunfo'. Se incorporó a EL PAÍS como cronista parlamentario. Desde entonces ha publicado artículos, crónicas de viajes, reportajes y daguerrotipos de diferentes personalidades.

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