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Columna
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El pájaro solitario

Andrés Trapiello

Y sin embargo la vida sigue. Como de hecho siguen vivas las obras que nos deja, sus rosas, sus vasos de agua, sus paisajes y homenajes junto a las rosas, vasos, lugares y homenajes que le sirvieron de modelo. Vivos igualmente estuvieron para él, y siguen estándolo, no sólo sus amigos y seres queridos o quienes admiraron sus pinturas y escritos, sino su Murillo y su Velázquez (a quien dedicó las páginas más memorables), su Tiziano, su Rembrandt, sus pintores chinos, su Juan Ramón Jiménez y su Cernuda, su Tolstói y Galdós, su Van Gogh y Picasso, su Stravinski, su Mozart o Victoria de los Ángeles, su Pastora Imperio o Manolete, formando entre todo ellos, los seres vivos y estas obras y testimonios excepcionales, una pequeña y verdadera familia para quien, como él, solo y errante, estuvo durante tantos años necesitado de una, después de que un bombardeo criminal sobre Figueras destruyera la única que tenía.

Arte con sentimiento y naturalidad, dos palabras que sonaban a provocación
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Muere el pintor Ramón Gaya a los 95 años

Desaparece uno de los creadores más extraordinarios del siglo XX, una de las personas más puras que hayamos conocido, alguien en verdad superior, y ese tránsito viene rodeado de una extraña aura: la de la irrealidad. ¿Cómo creernos que ha muerto quien deja tras de sí tantas obras vivas, llamadas a pervivir entre nosotros? Y de ese modo damos en creer que nada de esto, su muerte, el no encontrárnoslo ya nunca en carne mortal, el no poder hablar con él, el saber que ya no nos esperará aquí, a unos metros, en su casa de Madrid, o allí, a miles de kilómetros, en su casa de Roma, damos en creer, decía, que nada de todo esto es enteramente cierto. La propia vida, que él amó por encima de todas las cosas con una alegría singular, y la vida de su obra se encargan de confirmárnoslo. A menudo nos hemos preguntado quienes con él compartimos este último tramo de su vida, el más sereno y acaso el más hondo y fecundo en el que no es ocioso recordar el nombre de su mujer, Isabel Verdejo, Cuca, a quien en buena parte se debió tal edad dorada, nos hemos preguntado, decía, cómo ha podido llevar a término no ya una obra tan excepcional, sino cómo ha podido haberla llevado a cabo en las circunstancias en que lo ha hecho, en medio de adversidades, tan discreta como aristocráticamente minimizadas por él.

Raro español que jamás recurrió a la queja, teniendo mil motivos para quejarse. Su propia naturaleza, como no podía ser de otro modo en un creador original, le llevó a entrar en el arte por la puerta más estrecha: la de la libertad. Pongámosnos en su lugar. Llega Gaya a París en 1927. Viene desde un remoto, polvoriento, provinciano rincón del sureste español. Tiene 17 años y pisa París ebrio de vanguardias. De cerca, esa modernidad le decepciona, y más moderno, más vanguardista y valeroso que ninguno de sus compañeros, en la patria del cubismo, Gaya admite con discreción y firmeza, y un poco triste, lo que considera un engaño: todo ese arte le parece muerto, no ya el nacimiento de una criatura muerta, sino la fabricación de unos tristes artefactos, trastos destinados al mercadeo internacional. Pagaría muy caro esta insumisión, así como el haber descrito la tragedia de los críticos, "que entienden de lo que no comprenden".

Le esperaban, sí, en la orgía vanguardista del arte, que duraría más de medio siglo, la soledad más absoluta y una incomprensión que únicamente en el último tercio de su vida empezaba a disiparse, como muchos de los malentendidos que se cernían sobre su modo de ver la pintura y el arte. ¿Y cuál era ese modo? Resumámoslo con dos palabras que le fueron queridas: sentimiento y naturalidad. Una obra de arte ha de conmover y únicamente por emociones el hombre puede comunicar lo más íntimo y valioso de sí mismo, pero nada de esto será posible como no se haga desde la naturalidad. Transparencia y misterio en él fueron además dos modos de manifestarse esa naturalidad. En un siglo tan retórico y racionalista como el XX, esas dos palabras habían necesariamente de sonar a una provocación. Desde ese momento su biografía pasó a un segundo término. Diríamos que, al contrario que tantos contemporáneos que en parecidas circunstancias trataron de beneficiarse de la guerra, de la derrota o del exilio, Gaya se dedicó en cuerpo y alma, de manera inflexible, sin apartarse ni un centímetro, a la pintura, a la escritura. Una dedicación heroica en muchos momentos. Creo que desde esa remota fecha, 1927, su vida podría resumirse en pocas líneas. A los 10 años le pidió a su padre, obrero anarquista, dejar la escuela. Cómo se lo pediría, que el padre accedió. Desde entonces Gaya empezó a pintar. Se relacionó con todos los poetas y artistas del 27, pero el 27 le gustó siempre poco. Fue amigo, sin embargo, de los mejores, difíciles como él, solitarios: Juan Ramón, Cernuda, Gil-Albert, Bergamín, María Zambrano, Rosa Chacel. Vivió 14 años en México, exiliado, dando tumbos por pensiones y viviendo como podía, pintando mucho, siempre lo hizo.

La vida que llevó en el exilio americano o europeo, en Italia o en España se parecía mucho. Discreta, al margen de todo y de todos, pero no de su reducida familia, esa hermandad de personas y obras elegidas por él. Su casas, cuando dejó de vivir en pensiones y habitaciones alquiladas, se parecían todas un poco. Nunca tuvo estudio. El estudio iba con él a una calle de Venecia o de Florencia, a un jardín, a las orillas del Sena, a un rincón de la huerta murciana o de la Albufera, a un café, al museo; o se quedaba en el mismo lugar donde comía, donde charlaba con sus amigos, donde pasaba su vida. Una vida como tantas, de no haber sido la de quien encarnó los más altos valores del arte. Tuvo desde niño el convencimiento de que al creador le elige la propia vida, y que no puede sustraerse a esa llamada, por habitar en él lo sagrado. Así pues, la del pintor vendría a ser "una mano desnuda, de mendigo" que se abre paciente, esperando el don que la vida acaba por poner en ella. No hay lugar, pues, para la vanidad o el ruido. Todo ha de hacerse silenciosa, discreta, pobremente. Todo lo contrario de lo que conoció a lo largo de un siglo que atravesó de extremo a extremo sin otro pasaporte que el de la pintura. Pero Gaya, que era un hombre vitalista, nietzscheano, nacido para la alegría y la plenitud, no quiso jamás caer en la desesperación. ¿Cómo podría desesperarse quien cree profundamente en la vida, como él creyó? Por eso las últimas palabras que salieron de su mano no podían ser otras que éstas: "Lo que en realidad sucede hoy -en todo lo que va de siglo- es más bien que ese impulso ha caído en un compás de espera... necesario y descomunal. Pero un día aparecerá en el aire una especie de arco iris inmenso y volveremos a tener poesía, música, pintura y escultura verdaderas, limpias, desnudas...".

Desnudo como los hijos de la mar, tras muy larga vida buscando lo esencial, ha muerto quien esperaba hablarle a Dios un día. En estos versos nos ha dejado la única biografía que podría resumirle: "Pintar es asomarse a un precipicio, / entrar en una cueva, hablarle a un pozo / y que el agua responda desde abajo. Pintura no es hacer, es sacrificio, / es quitar, desnudar, y trozo a trozo / el alma irá acudiendo sin trabajo".

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