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Columna
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El último Martini

Todas las grandes dolencias han acabado convirtiéndose en géneros literarios, pero es en el romanticismo cuando la enfermedad adquiere de verdad rango aristocrático, no sólo como daño del cuerpo, sino también del alma. En aquella rebeldía sin causa que brillaba en los ojos del joven Werther estaba ya el presentimiento de un final prematuro. Sin embargo ese anhelo crepuscular no fue sólo una divisa de los poetas, sino también de otros héroes que todavía habitan las pantallas de cine, como James Dean, de cuya muerte se cumple ahora medio siglo.

El pelo revuelto, el cigarrillo en los labios y los párpados algo hinchados le daban ese aire distante e introvertido que convirtió a aquel chaval que tiraba piedras Al este del Edén, en el héroe rimbaudiano por excelencia. Pero su mito romántico nació un día de septiembre de 1955 en una carretera de Paso Robles en California cuando el Porsche plateado que conducía a 150 Km por hora se estrelló a la misma velocidad a la que huía de sí mismo.

Naturalmente la vida real de James Dean no se correspondía exactamente con aquella imagen de semidios airado prefabricada por un Hollywood sediento de ídolos, aunque su verdad última no debió de estar muy lejos del muchacho de alma maltratada que interpretó en sus películas. Y tal vez fue ése el motivo por el que se convirtió en un icono para toda una generación. Muchos adolescentes imitaron sus gestos: el movimiento de los hombros, la manera de hundir las manos en los bolsillos y sobre todo el modo de caminar vacilante y desamparado.

A veces las leyes del azar hacen que al final algunas vidas cumplan un destino que tal vez nunca se habían propuesto. Algo parecido le sucedió a Humphrey Bogart, que en su existencia privada era un hombre mucho más cómodo y sedentario que el detective indomable que tantas veces representó en la pantalla. Pero en la plenitud de su carrera sucedió algo imprevisto que le obligó a interpretar el papel más duro de su vida. Con 56 años y cuando aún ejercía de galán le diagnosticaron una enfermedad incurable. Había llegado la hora del último Martini, como él mismo dijo. Su deterioro físico fue rápido y terrible. Hubo un momento en que tuvo que recurrir a una silla de inválido. Sin embargo nunca dejó de recibir en casa a sus amigos. Cada tarde allí estaba en su silla de ruedas con una copa en una mano y un cigarrillo en la otra, afeitado, bien vestido, con aquel aire entre burlón y melancólico que aprendió de los personajes que interpretaba, bromeando con la muerte a veces, aguantándose el dolor otras, sin quejarse nunca ni condescender a la tentación del victimismo. Fue entonces cuando Bogart se convirtió en un verdadero héroe al enfrentarse a su destino con un último gesto de desdén.

Si hay una idea auténticamente romántica es esa noción de que la vida tiene un valor inmenso precisamente porque es frágil y extinguible. En los banquetes que celebraban los antiguos egipcios había un momento cuando empezaba a decaer la fiesta, en que entraban unos camareros con una momia y la paseaban entre los comensales, exhortándolos así de nuevo a las urgencias del placer. "Coged de vuestra alegre primavera/ el dulce fruto, antes que el tiempo airado/ cubra de nieve la hermosa cumbre", escribió Garcilaso. Pero Bogart sólo con un Martini fue capaz de construir a su modo, irónico y secretamente tierno, otro bellísimo poema.

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