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Columna
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Para criticar al pueblo

He hablado del tema alguna vez y, a pesar de que este sea un país de articulistas recurrentes (amparados en la recurrencia de nuestro sempiterno conflicto), confieso con ciertos reparos que voy a reiterar los argumentos. Pero es que todos tenemos nuestro particular catálogo de filias y de fobias, nuestras obsesiones, nuestros vicios ideológicos, y, para enviciarme a fondo, nada como glosar lo que deben de albergar en el caletre esas familias que exigen a la llegada de septiembre que los libros de texto sean gratuitos.

Vaya por delante la hipótesis (si bien no confirmada por estudios fehacientes) de que para esas gentes que demandan libros de texto gratuitos quizás no existan otros libros a lo largo de la vida. Deben de apreciarlos muy poco. De otro modo nada es explicable. Y no me resisto a ilustrar este fenómeno bajo el perfil de una familia de clase media del paisito. Podríamos recordar que a esa pareja, como a gran parte de la población, las cosas no les van del todo mal. De hecho, la hipoteca de su vivienda habitual no está vencida, pero sí controlada. Incluso afrontan la inminente compra de un pisito en Laredo o en algún pueblo de La Rioja. Cambiaron de coche hace seis años, de modo que ya están pensando en un nuevo modelo. Sus dos vástagos van a colegios públicos o concertados. Otra cosa es que, preocupados por el futuro de los niños, les han matriculado, fuera del horario lectivo, en música, en danza o en dibujo. El mayor de los chicos juega a hockey, y el equipo de un jugador de hockey resulta bastante caro, pero merece la pena. Como ambos van creciendo, también disponen de móvil. Por lo demás, cada uno tiene una habitación individual y, en consecuencia, su propio equipo de música, su pequeña televisión y su consola. Esta atormentada familia viaja en Semana Santa a Cancún o a Fuerteventura, cuenta con un plan de pensiones y gasta parte de su dinero en restaurantes étnicos o asadores euskaldunes.

No dudan de que en esas condiciones tienen derecho a exigir los libros gratis, porque opinan que los recursos económicos deben dirigirse a trincheras familiares mucho más apremiantes: hay frentes que defender con bravura, frentes como peluquerías, sidrerías, hoteles de agroturismo, barbacoas, juegos de ordenador, trapitos de temporada otoño-invierno, mobiliario ergonómico, aparatos de aire acondicionado y hoteles en Estambul con desayuno incluido. Y realmente lo vergonzoso, lo atroz, lo sonrojante, no es que esa recurrente y septembrina reclamación de libros de texto gratuitos vuelva a repetirse (al socaire ahora de que alguna comunidad autónoma acaba de rebajarse a semejante tontería), sino que el cielo no se desplome, en un acto de justicia cósmica, sobre la cabeza de los reclamantes.

Ni siquiera parece necesario aludir a las excepciones que exigiría este argumento con relación a familias muy numerosas o de renta muy baja: hay cosas que no deben explicarse. Lo triste es que haya otras que sí deban explicarse todos los años, y que los responsables políticos tengan que asumir esa docencia. Nuestra renta es superior a la media de la UE y la propia Unión es la región más opulenta del planeta. ¿Qué obliga a los poderes públicos de este próspero rincón del mundo a financiar los libros de texto de familias sin la más mínima dificultad económica? Tontxu Campos, el nuevo consejero de Educación, ha contestado a la demanda con un coraje infrecuente dentro del gremio de los gestores de la cosa pública. Incluso en algún momento parecía negarse a practicar el papel habitual de los políticos (halagar al pueblo) y prestarse a uno mucho más arduo: irritar al populacho.

No parece criticable esa postura, ni por lo que tiene de pedagógica ni mucho menos por lo que tiene de novedad. Muchos políticos democráticos deberían aprender de una vez por todas que, así como el pueblo les critica, también ellos tienen derecho a criticar al pueblo. Sólo los tiranos sienten la obligación de alabarlo sin descanso.

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