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Columna
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Mi padre

La Guerra Civil está en auge. Además de ser un buen negocio editorial, a juzgar por la profusión de nuevas publicaciones que la rememoran, abundan ahora en el lenguaje político las referencias a nuestra contienda. Detesto oírlas, casi siempre se hacen de forma interesada, imprecisa y sobre todo irresponsable. Cualquier evocación imprudente de aquella orgía de odio conlleva el riesgo de generar nuevos rencores que han de ser conjurados. Es una mala práctica para mi país y un lastre que no merecen cargar las nuevas generaciones. Creo que las ligerezas sobre el asunto resultan incluso antipatrióticas. Personalmente, tuve la suerte de conocer lo que fue esa guerra a través del testimonio directo de mi padre. Escucharle fue siempre un gran privilegio porque, a pesar de haber combatido en los frentes más duros, nunca hubo en sus historias el menor asomo de odio. Mientras otros agitaban viejas inquinas, él contaba batallas terribles como la de Teruel desde la grandeza de quien, por encima de todo, había compartido unas circunstancias extremas con el enemigo. Radiotelegrafista en el bando nacional con sólo 17 años, presumía de no haber pegado nunca un tiro y de haber conocido como nadie la marcha real de la guerra gracias a los mensajes en morse que captaba de ambos lados. Tres años después y con otro equipo de transmisiones mi padre se plantó a las puertas de Leningrado. Nunca me supo decir qué motivó su alistamiento en la División Azul. "Teníamos 20 años y nos dio la ventolera", contaba . "Dijeron voluntarios para Rusia y yo entendí para Murcia", bromeaba. Aquella broma le costó un año y medio en el infierno.

El personaje que me prestó los genes fue internado en un hospital de Riga por hambre y congelación tras ser liberado del sitio a que fue sometida su compañía durante semanas, sin apenas alimentos y con temperaturas inferiores a los 50º bajo cero. A pesar de esa experiencia épica lo que más le gustaba contar de aquella campaña eran las noches de verano en que cruzaban desarmados un monte infestado de partisanos para acudir al baile en una aldea próxima. "Los rusos no se metían con los españoles", aclaraba, "les gustaba bailar como a nosotros". Éstas y otras historias, que yo escuchaba fascinado, me educaron en el respeto a quienes sufren las guerras, sea cual fuere su circunstancia o uniforme, y en el desprecio a quienes las provocan o atizan el fuego desde la retaguardia. También me contagió su aversión a los radicalismos y su escepticismo ante el dogma.

Todo eso aprendí de este soldado de la vida que, a pesar de haber combatido en mil batallas, era capaz de llorar cuando alguno de sus hijos sacaba malas notas. El clásico tipo duro y tierno a la vez que aparecía siempre en los momentos críticos para echar un cable. Hace unos ocho años mi padre empezó a morir. Un infarto cerebral al que sucedieron otros accidentes vasculares fue minando paulatinamente su fuerza y su capacidad cognoscitiva hasta reducirlo a la mínima expresión. En la primavera del año pasado, el deterioro obligó a ingresarle en un centro donde pudiera recibir cuidados permanentes. Uno de esos lugares donde tratan de envolver en celofán de cuatro estrellas la cárcel en que la enfermedad convierte al cuerpo humano. Ninguna batalla es tan dura como la que han de librar cada día sus inquilinos y esa guerra siempre está perdida.

La atención sanitaria no basta, sólo el cariño puede aliviar allí sus estragos y el cariño no se compra. Mi padre sufrió en ese frente más que en ninguna otra contienda, a pesar de lo cual, cada vez que ibas a verle, te regalaba una sonrisa inmensa. Era la misma sonrisa que había levantado el ánimo a sus amigos y familiares en las situaciones límite y la que probablemente mantuvo la moral de sus compañeros de trinchera. Durante 15 meses acudí cada mañana a provocar esa sonrisa de mi padre. Durante todo ese tiempo milité en la creencia de que iba allí para alegrarle un poco la vida. Ahora sé que no, ahora sé que iba porque el brillo de su sonrisa me la alegraba a mí. Lo sé desde que noto el boquete de su falta. El pasado 29 de agosto mi padre dejó de respirar. Le venció un enemigo pequeño, uno microscópico con el que debió pactar una rendición apacible. Igual que en los viejos tiempos libró sin odio la última batalla de su última guerra. Y así, como un héroe de leyenda, ganó la paz.

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