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Columna
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Septiembre

Joan Subirats

En 1987 Woody Allen estrenó una de sus películas, en la que los personajes acuden a casa de Lane para pasar un fin de semana. Todos acuden enamorados. Lamentablemente, las expectativas de cada uno no acaban de coincidir con las de los demás. El film se tituló September. Y es ahí donde volvemos a estar, en septiembre. Y parece que, como en la comedia de Allen, en el tema del Estatut todos los partidos acuden a la cita definitiva formalmente enamorados del objetivo, pero de hecho tienen en la cabeza otro tipo de prioridades y de afectos. Y así nos ha ido en estos interminables meses en los que, con alguna excepción, nadie parecía creerse que la cosa iba en serio. Cuando se le vieron las orejas al lobo veraniego, todo fueron prisas. Y lo más insólito es que después de un año y medio de debate del asunto en sede parlamentaria (recordemos que la primera reunión de la ponencia fue en febrero del 2004), aún se discuta sobre si se necesita más tiempo para ultimar el texto. Crece el nerviosismo de los políticos, y, desde mi punto de vista, ha crecido hasta alturas inéditas la sensación de desprestigio de esos mismos políticos ante la sociedad que afirman representar.

En estas semanas veraniegas, apenas he oído hablar del asunto estatutario. Los pocos comentarios sobre la cuestión que intercambiaban amigos o familiares mostraban más bien hastío o incomprensión. Pero en cambio, las preocupaciones que llenaban las sobremesas sí eran estatutarias. Es decir, se discutía de trabajo, de las perspectivas económicas, de la presencia de inmigrantes en tal o cual lugar, de las ventajas o inconvenientes de irnos convirtiendo en un país con monocultivo turístico, de la situación internacional o de la situación educativa del país. Las cosas y problemas de la vida. Una vida que se siente correr cada vez más alejada de las instituciones políticas. No es que los políticos que trabajan en las instituciones no hablen de esas cosas. El problema es que aparecen como fuera de los problemas. Son personas de los medios. Y como tales, no parecen de los nuestros, sino de un mundo ajeno que tiene reglas propias y que parece contar con privilegios que los demás mortales no poseen. Lo peor que ha pasado en estos meses, y sobre todo en estas últimas semanas incomprensibles, es que la cuestión del Estatut ha ido abandonando el mundo real para ir convirtiéndose en un asunto del mundo de la virtualidad político-institucional-mediática.

No parece fácil recuperar la conexión, a menos que se haga un esfuerzo real para distiguir lo principal de lo accesorio y para acabar con una cierta dignidad ese largo calvario. Las heridas abiertas en la credibilidad y legitimidad de los políticos en estos meses han sido muchas, y lo peor es que esta vez no se discute de cualquier cosa. No deberíamos olvidar que desde el punto de vista simbólico se está jugando con elementos de carácter fundacional, constitutivo. En cambio, parece que el debate estatutario no difiera de muchos otros. Simplemente que esta vez en el intercambio de cromos y de estrategias de aparición en la foto final, se juega con derechos históricos, con qué porcentaje de nación somos o con el monto final de la solidaridad interterritorial. Casi nada.

Tampoco es para dramatizar, dirán algunos. ¿De qué te sorprendes?, pueden decir otros. Es cierto. Nos hemos acostumbrado ya a una forma de relación con la política institucional en la que trasciende una concepción negativa de los derechos de ciudadanía frente a una concepción positiva de los mismos. En esa visión negativa, los ciudadanos estamos enfrentados a los poderes públicos y al resto de individuos en la defensa de nuestros derechos. Podemos pleitear, quejarnos, gritar y pedir que dejen de hacer el payaso. En definitiva, estamos enfrentándonos a algo que no nos atañe de manera activa. Es algo ajeno. Lo que ocurre en las instituciones políticas no es asunto nuestro. Es un problema de los que viven en ellas y de ellas, y precisamente por esa extrañeidad tenemos el derecho a quejarnos, a vituperarlos y a inculparlos cuando no hacen aquello para lo que han sido designados (¿contratados?). La visión activa de la ciudadanía, en cambio, presupone la capacidad de plantear demandas, de movilizarse en defensa de unos intereses, de tratar de influir en las decisiones, suponiendo siempre que las instituciones que deciden por nosotros, están abiertas, son receptivas, y que los políticos que las ocupan, comparten con esa ciudadanía activa una misma pasión transformadora y de progreso. Curiosamente, la visión negativa de la relación con las instituciones políticas, lo que hace es reforzar esa concepción profesionalizada de la política, esa sensación de extrañeidad a la que hemos ido refiriéndonos. Politicos que van a la suya y ciudadanos cabreados por esa actitud autista, son de hecho los dos polos de una misma realidad.

Empezamos políticamente septiembre con la sensación de que no vamos bien. Pero no deberíamos circunscribir nuestro diagnóstico a ese mundo político-institucional que ha concentrado nuestros comentarios. Ocurren más cosas. Tenemos ejemplos de ciudadanía activa, de visiones positivas de los derechos de ciudadanía que convendría evaluar en su justa medida. Por ejemplo, y más allá de las visiones catastrofistas que alimentan algunos medios sobre una Barcelona que se hunde en el cieno del incivismo y el terror de los grupos alternativos, en las últimas fiestas de Gràcia se ha visto que son posibles alianzas mucho más transversales de las convencionales para defender un patrimonio y una historia colectiva que se siente como común. Deberíamos ser capaces de recuperar algo de la ilusión perdida en el proceso de cambio del Estatut porque la renovación política que sin duda precisamos no vendrá ni única ni principalmente de las actuales instituciones políticas, pero tampoco podrá prescindir de ellas ni contornearlas. Y el cambio de Estatut sigue siendo una oportunidad.

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