_
_
_
_
_
ASTE NAGUSIA
Columna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las columnas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

Fiesta otoñal

Pasó hace muchos años, pero lo recuerdo como si fuera ayer: un futurólogo de pacotilla dictaminaba con absoluta seguridad, ante las cámaras de televisión, que el siguiente campeonato mundial de fútbol lo ganaría la selección de Hungría. Aún no habían llegado a los medios de comunicación prodigios como Aramís Fuster o Rappel, pero aquel tipo no tuvo el más mínimo reparo en adelantar el nombre del campeón de unos mundiales. Por cierto, si recuerdan, la selección de Hungría jamás los ha ganado. ¿Se le caería la cara de vergüenza al pitoniso tras el yerro? Bueno, he descrito la escena, pero he obviado un pequeño detalle: que cuando el individuo emitió su pronóstico aún faltaban un par de años para la celebración de los mundiales. O, por contemplar el asunto de otro modo, es dudoso que dos años después muchos espectadores se acordaran como yo de la estafa. De hecho, mi propio testimonio viene enturbiado por el tiempo: así como recuerdo la escena, no recuerdo el nombre del idiota.

¿Qué tiene que ver todo esto con la Aste Nagusia? Pues que el meteorólogo es una persona seria y nada lo relaciona con los estafadores que viven de predecir toda clase de eventos personales o colectivos, pero hay que reconocer que a veces los meteorólogos no aciertan mucho más que esos envidiables agoreros de la tele. Y la verdad es que las fiestas de este año han venido pasadas por agua. Incluso escribo estas líneas con un preocupante atisbo de resfriado, producto de la salida nocturna de ayer, que realicé en irresponsables mangas de camisa.

La lluvia, de uno u otro modo, no nos ha abandonado, y lo cierto es que en muchas de las noches festivas ha hecho fresco, si bien la constancia del fenómeno sólo se les habrá hecho recurrente a los abstemios ya que, como se sabe, la ingesta de alcohol desencadena, junto a algunos desarreglos orgánicos, una acción calefactora que a veces es muy de agradecer.

Y recuerdo a los meteorólogos, un poco así, en general, porque recuerdo a más de uno en particular, cuando el pasado mes de junio auguraba un agosto seco y de mucho calor, un agosto canicular, tórrido, asfixiante y bochornoso, un mes en el que, vaya, toda clase de insectos iban a caer fulminados sobre el asfalto debido a las altísimas temperaturas que íbamos a padecer, no sé si en otros sitios, pero sí desde luego a orillas del Cantábrico.

Lo cierto es que nadie va a poder pedirles cuentas y que, además, hacerlo resultaría completamente inútil. Hay que presumir la buena voluntad de las gentes que se dedican a estas cosas y recordar su total disposición a reconocer que, a veces, se equivocan. Pero no dejan de verse estas cosas con algo de fastidio después de haber atravesado una noche muy fresquita, con lluvia intermitente y la improbable protección de una camisa, sobre todo si se recuerda al mismo tiempo la voz de un meteorólogo, proclamando por la radio y haciendo gala de una absoluta convicción: "¿Agosto? Sí, viene un agosto seco y caluroso, muy caluroso, sin duda alguna".

Lo que más afecta es lo que sucede más cerca. Para no perderte nada, suscríbete.
Suscríbete

Regístrate gratis para seguir leyendo

Si tienes cuenta en EL PAÍS, puedes utilizarla para identificarte
_

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_