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PERDONEN QUE NO ME LEVANTE | COLUMNISTAS
Columna
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Sin piedad

Barcelona tiene en agosto su mes más cruel, con los turistas de varices en pantorrilla, y las varices de los habitantes locales que pasean sus pantorrillas como turistas, siguiendo todos, como figurantes haciendo de autómatas en Metrópolis, de Fritz Lang, el Camino de Gaudí o el Camino de los Calamares a la Romana y las Gambas a la Plancha. Los autóctonos más sibaritas rastreamos lo que queda de la ciudad de condes y congresos en estos días áridos de vacaciones ajenas, en la que todos visten igual. De tal modo que, si paseáramos con la vista baja, atentos sólo a las extremidades inferiores de los viandantes, no podríamos distinguir al visitante del turista. Mi privilegio consiste, hoy día, en releer lo mucho que Manolo Vázquez Montalbán dejó escrito acerca de Barcelona, a la que calificaba de viuda (y a nosotros, de hijos de viuda), cuyas bellezas apreciaba y cuya fecundidad como inspiradora de imaginarios literarios nunca dejó de subrayar. Por cierto, recomiendo el sitio en la red cuya dirección www.vespito.net puede ofrecerles bastantes ratos felices.

Pero la Barcelona de agosto no tiene piedad para los adultos que nos quedamos aquí, adictos al abanico y a las coctelerías de mi barrio actual: el Tándem, el Ideal, el Dry Martini, lugares en los que el turisterío de bermudas no suele penetrar, aficionado como es a merodear, previamente a su decisión, en torno a la tablilla que enumera el menú y sus precios. En cuanto al majestuoso y señero Boadas, que ha prohibido la entrada en tenue turistique, lo que hemos aplaudido la clientela habitual, tiene el problema (maravilloso, por otra parte) de que, al estar tocando las Ramblas, resultaba mucho más fácil que incautos en pos de cervezotas profanaran su noble barra y colocaran (no quiero ni pensarlo) sus pinrelones en el estribo cromado. Todas ellas, las coctelerías para profesionales del beber y del vivir, son los grandes refugios que se ofrecen al ciudadano, cualquiera que sea la circunstancia.

Barcelona, en agosto, apesta a desechos de restaurante, con las terrazas de los pocos baretos abiertos sitiadas entre containers que guardan durante horas, bajo la solanera y la húmeda sombra, los restos de comida de los restaurantes caza-turistas.

"¿Habrá suficiente pescado en el Mediterráneo -se pregunta Manolo en uno de sus artículos magistrales sobre la ciudad que amamos- para respaldar la oferta de las decenas de restaurantes que, en el Port Nou o en el Vell, ofrecen un telón de aromas de gambas y frituras o de arroces de pescado entre el negro de la sepia y el arco iris de la paella?". Lo que yo me pregunto es: "¿Habrá suficientes contenedores de basura para conservar el tufo de las raspas, escamas y otros desechos de los pescados y mariscos anteriormente mencionados?". En estos días, esperar un taxi es tarea que hay que ejecutar con pinza de tender la ropa oprimiendo las narices. Cierto, yo vivo cerca del hospital Clínico, donde siempre me reciben con alborozo cuando, en agosto y por container, me da la lipotimia reglamentaria. Pero, ¿no es ello un poco exagerado, tanto desmadre de pescado, pescadilla y pescadete? Esos tratados que la Unión Europea firma para nosotros, ¿tienen en cuenta el innecesario desenfreno que nos lanza hacia los frutos del mar comunitario? Las ventajas de la cocina de vanguardia que tiene a su gurú en Ferran Adrià son que con media gamba batida te montan un festín, y que con las cáscaras crujientes solucionan los aperitivos. Y eso te puede dejar con hambre y económicamente esquilmado. Mas, amigos, qué ligereza basurera, qué respeto al ambiente medio.

Esas bandejazas con condumios marinos que cubren los mostradores hasta el derramamiento son también, tal vez, la causa de que muchos camareros (y algunos maîtres), exhaustos, arrojen los platos en sus pilas con despiadado estruendo, arrojen los cubiertos en los cajones con implacable golpeteo y te arrojen el platillo de la cuenta con un latigazo metálico como para desvelarse. Y de que arrastren las sillas con regodeo sonoro.

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