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Columna
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'Manteros'

Veo a los manteros que extienden el género por las aceras de Madrid y puedo imaginar su drama personal. En realidad, no hay que ser muy listo para vislumbrar tras ellos un culebrón de miseria y desarraigo: el éxodo clandestino y los viajes a ninguna parte huyendo de la pobreza extrema, para buscar los recursos que les permitan seguir tirando y en el mejor de los casos enviar algún dinero a los suyos. Los manteros constituyen hoy la auténtica embajada del Tercer Mundo, el rebosar del infortunio, la quintacolumna que se resiste a aceptar el destino que su origen le impone. Nadie con un átomo de sensibilidad puede pasar por alto las circunstancias que conducen a esa gente a plantar la manta en cualquier calle y vender su mercancía ful. Nadie que crea en la solidaridad ha de contemplarles individualmente como seres perversos que invaden nuestro territorio complicándonos la vida. Quien así lo vea, convendría que pensara en cuál sería su personal proceder en las mismas circunstancias de ellos. De haber sido así, muchos de nosotros probablemente seríamos también manteros.

Me resulta indispensable realizar este ejercicio de conciencia antes de poner énfasis en el enorme problema que está creando la proliferación de manteros en Madrid. No me refiero ya al tremendo daño causado por esta actividad ilegal a la industria discográfica, en particular, y a las marcas en general, sino al problema urbano y de orden público que origina. Al principio, los vendedores ilegales salían a la calle en solitario o sin otra compañía que la de algún socio encargado de vigilar y alertar de la presencia policial. Las operaciones de acoso llevadas a cabo por los agentes municipales en el intento de frenar la espectacular proliferación del top manta entorpeció su actividad en las calles más comerciales obligando a los manteros a cambiar de estrategia.

Desde hace meses salen a vender en grupos de 20 y hasta 40 individuos que en pocos segundos son capaces de convertir cualquier tramo de la vía pública en un zoco. Hay calles como la Gran Vía donde llegan a ocupar las dos terceras partes de la acera de forma y manera que entre los vendedores y su ocasional clientela resulta casi imposible transitar. La incontrolada melé de viandantes que provocan se convierte en su mejor escudo contra la acción policial. La aparición de los agentes produce peligrosas estampidas en las que, con frecuencia, resulta lesionado algún peatón. Hay incluso casos extremos en los que personas mayores son deliberadamente derribadas para frenar la carrera del policía. Estos movimientos en "manada", según el argot policial, obligan a los agentes a pastorearles laboriosamente hasta conducir el grupo a una zona donde embolsarle sin riesgo para los ciudadanos. Ni que decir tiene que esos operativos requieren decenas de funcionarios para hacer frente a la resistencia que oponen los manteros. La policía, salvo que haya una actitud violenta y aunque se trata habitualmente de extranjeros sin papeles, casi nunca les detienen para no colapsar las dependencias de la Brigada de Extranjería. Se limitan a intervenir la mercancía, lo que para los manteros constituye casi una tragedia. Es muy corriente que los agentes se vean recriminados por los viandantes que les acusan de racistas o de meterse con unos "pobres diablos" en lugar de "perseguir terroristas". El mantero no es más que el instrumento visible de poderosas redes mafiosas que aprovechan nuestras fisuras legales para hacer un negocio multimillonario que ha destruido ya miles de puestos de trabajo en España.

Un negocio en cuya cadena de producción utilizan con frecuencia a menores y que, a pesar de que sólo en Madrid se han intervenido en los últimos seis meses medio centenar de pisos, resulta muy difícil desmantelar. Ésta es la realidad, con todo lo que tiene de injusta y de compleja por los elementos que se mezclan. Una realidad que hay que afrontar decididamente antes de que los perjuicios que origina nos desborden. Es evidente que no podemos permitir lo que está pasando en las calles de Madrid y dejar el marrón, sin más, en manos de la policía resulta -cuanto menos- hipócrita. Hay que buscar una solución integral que ataje eficazmente el problema y ofrezca, de paso, alguna salida que no nos avergüence para el eslabón más débil de esa cadena delictiva. Soy consciente de que no es fácil y seguro que tampoco barato, pero si sólo ponemos maquillaje, se nos terminará cayendo la cara de vergüenza.

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