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Columna
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Desayuno sin besos

Hacemos las paces con Madrid cuando viajamos al extranjero o cuando los extranjeros aterrizan aquí. Esta ciudad no nos quiere, lo sabemos, hemos aprendido a convivir con sus silencios y sus ruidos, con su desconsiderado tamaño, con esa actitud acomplejada e indolente. Madrid es el perro pardo de los hippies que hoy duerme a nuestro lado, pero que mañana lamerá o morderá a cualquiera. O quizá seamos nosotros el perro que ladra y después olvida para seguir sin remedio junto al flautista de andén, junto a esta llanura infalible.

Madrid no se quiere a sí misma, lo sabemos. Hemos sido incapaces de establecer una relación de amor, ni siquiera de complicidad con un lugar que no se entrega y al que le estamos continuamente reprochando su terquedad y egoísmo. Los madrileños y Madrid nos comportamos como un viejo matrimonio que se asume y se tolera, que ya no se besa en el desayuno, pero que, sin saber muy bien por qué, no puede abandonarse. Sin embargo, miramos a Madrid de forma diferente cuando estamos lejos y su familiaridad se añora, y ahora que está ocupada por personas que echan de menos sus propias ciudades, que observan a Madrid como a una fascinante extraña. A través de los turistas, de su relación con la capital, revisamos nuestra interacción con ella. Contemplamos a los visitantes enredados en los mapas, pidiéndose tortillas de patata como plato único, comprando botellines de agua a 3 euros y comprendemos que nos hemos enseñado a vivir aquí. Pero los madrileños parece que no nos damos cuenta hasta que vemos a nuestro alrededor a personas más perturbadas que nosotros por las obras, por el calor, por el tráfico, por los precios. Madrid no nos es tan hostil como creíamos, quizá hasta le caigamos bien y éste sea el momento de la reconciliación.

Ahora, a finales de julio y a punto de entrar en el éxodo de agosto, Madrid cobra simpatía. El problema de convivencia no lo tenemos con la ciudad, sino principalmente entre nosotros. La superpoblación es el mal de las metrópolis, como el calor el de los desiertos. Pero no es sólo el desalojo humano lo que hoy nos hace intimar con la urbe, sino contemplar cómo la ansían precipitadamente los guiris. Miramos secretamente sus intentos de adaptación como si espiásemos los voluntariosos esfuerzos de un nuevo amante por disfrutar de nuestra esposa ya sabida e ignorada. Y así descubrimos que lo aprendido es virtud, apreciamos la desenvoltura con la que actuamos y nos movemos en comparación a la torpeza del extraño, lo gratificante que resulta conocer los lugares secretos y exquisitos, las mejores rutas, los trucos para aprovechar al máximo un cuerpo acelerado. Así que andamos por las calles adelantando a visitantes extraviados en los cruces, que gastan sus monedas de otros brillos en souvenirs de toros peludos, en viajes en autobuses descapotados, en calamares, y sentimos un cariño especial por lo cercano, por ser de aquí y comprenderlo tanto, ser tan comprendidos, más de lo que creíamos.

Los turistas, aparte de provocarnos un reencuentro sentimental con Madrid, nos desconciertan. ¿Por qué han venido?, ¿qué les fascina de aquí?, ¿qué flota en la pantalla de plasma de sus cámaras que los madrileños somos incapaces de ver? A través de ellos, no sólo nos felicitamos por saber sacarle el mejor partido a esta ciudad, por reconocer, al fin, nuestra alianza tantas veces cuestionada, sino que nos preguntamos por qué la ansían. El desconcertante fervor del turista-amante nos incita a redescubrir el objeto de su deseo que nos pertenece, pero que somos incapaces de apreciar.

Es posible que los extranjeros, como el hechizado pretendiente, se deleiten con perfiles y virtudes vacuas para quienes las han contemplado siempre. Quizá seamos inmunes al encanto de Madrid por naturaleza o a lo mejor se ha ido desvanecido nuestra sensibilidad y capacidad de asombro. En cualquier caso, Madrid estos días se nos muestra dócil y renovada. Y gracias a que los madrileños no albergamos ningún sentimiento de posesión hacia esta villa, los guiños que le regalan los viajeros no nos despiertan celos, sino curiosidad, simpatía y hasta un tímido y vergonzante orgullo. No por ser de aquí, sino por vivir aquí, por haber sabido, aun sin darnos cuenta, acomodarnos a un lugar hierático y fluctuante, adúltero y adictivo, por haber aprendido a querernos sin amor.

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