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Columna
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Domingueros

Hace un tiempo era habitual reírse del dominguero, ese legendario personaje que atestaba playas y carreteras. Claro que la glosa costumbrista declinó a partir de aquel momento en que comprendimos que todos somos domingueros, por más que algunos intentemos ejercer nuestro papel con dignidad (¿Es posible ser dominguero con dignidad?) y con una pesarosa aceptación.

Somos domingueros, domingueros a tiempo parcial, pero domingueros al fin y al cabo. Buena parte de nuestra actividad de domingueros se desarrolla los domingos, cierto, pero ahora que llega el verano nuestras opciones domingueras se diversifican. Somos domingueros, pero el papel y el personaje nos repugnan, y quizás el único consuelo que nos queda es que existen domingueros más absurdos que nosotros, domingueros reprobables, domingueros que se hunden en la condición domingueril hasta las heces.

Recientemente, un incendio ha arrasado doce mil hectáreas de monte en Guadalajara, un tercio de ellas pertenecientes a un parque natural. A la catástrofe se le ha unido en este caso una catástrofe mayor: la pérdida de once vidas humanas, entre los miembros de las brigadas que habían acudido a sofocarlo. Un incendio en la naturaleza es algo triste, pero la pérdida de tantas vidas resulta un hecho trágico. Las informaciones precisan que el origen del incendio fue una barbacoa plantada en medio de la campiña, y ahí es donde el dominguero se vuelve más reprobable. Nuestra transitoria condición de domingueros no debe impedirnos percibir la atrocidad de este papel.

El dominguero abusa de la naturaleza, instala en ella su irresponsabilidad, su sordidez, su mal gusto estético y su inanidad ética e intelectual. El dominguero y su barbacoa representan lo peor de un modelo de ocio tosco e invasivo. El dominguero, por definición, arremete contra el orden social, contra la naturaleza, contra el buen gusto. Él es causa y efecto de que el mundo se haya convertido en un gigantesco aparcamiento, de que las ideologías agonicen ante el ímpetu del bricolaje o de que cualquier pueblo mesetario parezca una convención de aficionados al béisbol. El dominguero resulta repulsivo y quizás por eso sentimos en vacaciones una turbadora incomodidad: sabemos de nuestras conductas domingueras y de cómo nos retratan.

Los seres humanos somos unas criaturas profundamente estúpidas, y pobre consuelo representa saber que siempre hay estúpidos más estúpidos que nosotros, y que la conducta de esos tipo en cierto modo enaltece la nuestra, siquiera sea en términos comparativos. Los domingueros más penosos de entre todos los domingueros son como ese imbécil que plantó su barbacoa en Guadalajara y acabó destruyendo media provincia y matando a once personas, o aquel otro imbécil que recientemente liquidó de un escopetazo a la última osa del Pirineo.

De acuerdo, no todos reunimos los méritos suficientes para ser un Bach, un Einstein o un Amundsen, pero hay que ser un verdadero fenómeno para destacar en sentido inverso. Existen seres mediocres que se llevarán a la tumba esa única y lúgubre cosecha: haber arrasado miles de hectáreas en su día libre, haber matado a la última osa pirenaica, desencadenar incendios, provocar explosiones, accidentes o exterminios. Dijo Pascal que la mayoría de los problemas de la humanidad se resolverían si la gente se limitara a quedarse en su casa. Y confieso que, cada vez que me veo leyendo en mi sofá orejero, presiento que estoy salvando al mundo de alguna catástrofe a la que podría llevarnos mi probada ineptitud. No estaría mal que los satisfechos ciudadanos occidentales, siempre hambrientos de ocio mal ganado, retomáramos al pudor de nuestros ancestros, y nos comprometiéramos, por ejemplo, a no poner jamás nuestra idiota barbacoa en medio del campo, para pasar con nuestra idiota familia un no menos idiota domingo.

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De acuerdo: somos domingueros. Es nuestro sino. Pero, por favor, un mínimo de autoestima para no agrandar tanta miseria.

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