Profetas, demagogos y manipuladores
Desde que el recientemente fallecido Robert K. Merton hizo aflorar los mecanismos a través de los cuales algunas profecías logran el cumplimiento de sus augurios por el simple hecho de ser enunciadas, algunos analistas distinguen entre los efectos causados de forma azarosa por un vaticinio inocente y las consecuencias producidas de manera intencionada por una predicción maliciosa. Al igual que los especuladores en bolsa difunden rumores con falsa apariencia informativa a fin de precipitar la subida o la caída de títulos o divisas, los demagogos políticos suelen lanzar ominosos presagios sobre las repercusiones apocalípticas de cualquier decisión lesiva para sus intereses particulares con el objetivo consciente de poner en marcha cadenas de acontecimientos destinadas a producir la anhelada catástrofe.
En su primera intervención ante el pleno de ayer, el presidente del Gobierno rebautizó humorísticamente la sesión parlamentaria de investidura del año pasado como el Debate de las Profecías Económicas anunciadas por el principal partido de la oposición; el portavoz del PP aseguró entonces que las propuestas programáticas de Zapatero generarían "muchas incertidumbres" y que la "inestabilidad institucional" derivada de esos planteamientos constituiría "una muy mala noticia para nuestra economía". Sin embargo, el crecimiento económico, la creación de empleo, el descenso del paro, la inversión empresarial en bienes de equipo y el aumento de los ingresos de la Seguridad Social a lo largo del último año han desmentido esos pronósticos, atribuibles en teoría -quizás- a cálculos razonables o -tal vez- a deseos maliciosos. A la vista del desarrollo posterior del pleno, la presunción en principio favorable a los simples errores de cálculo o de previsión cometidos por el PP a la hora de oscurecer el futuro de la economía española cede el paso a una visión mucho más deudora de la mala voluntad política que del mediocre conocimiento de la realidad y de sus tendencias: el pesimismo profético no es aquí una advertencia para modificar el curso de los acontecimientos sino la mezquina expresión del mezquino deseo de que las cosas vayan mal para los ciudadanos como vía para regresar al poder.
Adelantándose a la contestación de Rajoy, el presidente del Gobierno expresó a renglón seguido su temor a que el pleno de ayer se convirtiera en el Debate de las Profecías Autonómicas, con el portavoz del PP oficiando como hechicero mayor en la fúnebre ceremonia de presagiar la ruptura del Estado y de la unidad de España. El portavoz del principal partido de la oposición desbordó esas pesimistas expectativas con un negro discurso de oratoria sagrada -más indicado para el oficio de tinieblas de un convento de clausura que para el debate de un Parlamento- repleto de latiguillos retóricos sobre "cantonalismo", "puesta en almoneda de la nación" y alianza "contra España" de socialistas y nacionalistas, salpicado de tristes chistes de viajante de comercio.
También esa actitud agorera puede ser explicada menos como una advertencia hecha de buena fe que como las simples ganas de provocar el diluvio universal del que sólo podría salvar a los españoles el Arca del PP. En cualquier caso, las palabras de Zapatero sobre los proyectos de reforma de los Estatutos y la financiación autonómica no justifican el sobreactuado alarmismo del principal partido de la oposición sobre el debate en torno a la redistribución territorial del poder, que no es un caprichoso desvarío gubernamental o nacionalista sino una tentativa de dar respuesta a problemas reales planteados por cinco lustros de rodaje del Estado de las Autonomías.
Más condenable aún que la desaforada demagogia del PP sobre la cuestión territorial es su ventajista abandono de una sostenida tradición de comportamiento leal entre el Gobierno y la oposición en materia antiterrorista, sólo rota por Aznar en vísperas de conquistar el poder en 1996. Rajoy acusó ayer a Zapatero de "revigorizar a una ETA moribunda" y de meter en el "congelador" el Pacto Antiterrorista. La declaración de Zapatero de que "el fin de la violencia no tiene un precio político" y el único destino de ETA es "disolverse y deponer las armas" no merecía esa coz de mula paranoica: como tampoco el compromiso del presidente del Gobierno de comparecer ante el Congreso para "solicitar el respaldo de todos los grupos" si esa aspiración se materializase.
Nadie debería hacerse demasiadas ilusiones -recordó Zapatero- sobre esas perspectivas de paz: ni la historia de ETA permite bajar la guardia, ni el fracaso de las conversaciones de la banda terrorista con los Gobiernos del PSOE (en Argel) y del PP (en Zúrich) o con el PNV (en Estella) animan al optimismo. Sin embargo, el presidente del Gobierno tiene derecho a trabajar -aliando el pesimismo de la inteligencia con el optimismo de la voluntad- para conseguir esa meta: la acusación dirigida por Rajoy a Zapatero de "traicionar a los muertos" es una inicua vileza y una carroñera manifestación del propósito del PP de seguir utilizando a las víctimas del terrorismo como bandera partidista.
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