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Reportaje:IV CENTENARIO DEL QUIJOTE

De cómo el 'Quijote' llegó a ser un 'clásico' también en España

Cómo y cuándo se convirtió el Quijote en un clásico es pregunta que asoma a menudo en el año que corre (acaso para despeñarse). Contestada en breve: al mediar el Setecientos, el Quijote se convirtió en un clásico, y aun en el clásico español por excelencia, porque lo era ya en Francia y en Inglaterra, y porque de más allá de los Pirineos llegaron los modelos, conceptuales y materiales, para que otro tanto ocurriera también en la Península.

Próspera y adversa fortuna

En la gándara que fue el pensamiento literario español durante muchos decenios del siglo XVII y demasiados del siguiente, el Quijote, que se sepa, no provocó ningún comentario ni examen de una mínima sustancia. La obra y el autor recibieron, sí, algunos elogios y bastantes desprecios; hubo un puñado de alusiones a personajes y situaciones de la novela, y no faltaron unas cuantas imitaciones superficiales de ciertos episodios. Pero nada que conlleve un atisbo de razonamiento o desarrolle un juicio crítico (favorable o contrario) en ningún sentido. Nada: sólo menudencias, trivialidades y gracietas.

En la Francia y en la Inglaterra de esos años, el libro tuvo en cambio una vivaz presencia en el horizonte intelectual y operó como poderoso fermento de la creación. Son multitud, incomparablemente mayor que en España, las menciones que suponen una afectuosa familiaridad con el Quijote y la aplican con tino a los más varios propósitos y en las más varias circunstancias. La huella cervantina se aprecia inconfundible en todo el camino que desemboca en la novela de los nuevos tiempos, de Scarron a Fielding, de Sorel a Sterne. Pero el Quijote no actuaba sólo como estímulo de la práctica literaria: era tema central y punto de referencia en la teoría.

La calidad de tal se echa de ver de modo especialmente significativo en la inacabable, serpenteante "Querelle des Anciens et des Modernes". Que el Quijote y Cervantes salieran tantas veces a relucir en ella quiere decir que había opiniones a favor y en contra, pero también que suscitaban reflexión y estudio, que no era posible dejarlos de lado y forzaban a tomar partido. Dos de los hermanos Perrault ilustran ambos bandos del debate. Pierre dedica al Quijote todo un libro, tan bien pensado como cicatero, para denunciar, por más que no deje de apreciarle virtudes, sus obvios pecados contra la verosimilitud y la "bienséance", el decoro estamental y moral. El más célebre Charles sentencia que frente al Quijote la Antigüedad "no tiene nada de la misma naturaleza que pueda oponerle". He aquí un Quijote que desafía y vence a los antiguos: he aquí ya, pues, un clásico.

Lord Carteret y el triunfo de Avellaneda

En España nadie escribió sobre el Quijote más allá de un par de líneas que merezcan ser leídas hasta que Gregorio Mayans se embarcó en una Vida de Cervantes que es ya una aportación a la altura justa, con noticias y juicios debidamente ponderados. Mayans admiraba mucho al novelista, pero la Vida no fue iniciativa suya, sino un encargo de un gran señor inglés del ala "Whig", Lord John, barón de Carteret.

"Infinitamente" enamorado del Quijote, Carteret llevaba años planeando una edición que en rigor y prestancia eclipsara todas las anteriores, y para ella mandó revisar el texto escrupulosamente, ornarlo con excelentes grabados y enriquecerlo con una biografía del autor, la confiada a don Gregorio. El resultado fue el más solvente y suntuoso Quijote que hasta entonces se había visto, en cuatro soberbios tomos impecablemente impresos en Londres "por J. y R. Tonson", con pie de 1738.

La primera edición que entronizaba el Quijote en el supremo Parnaso de la literatura nació, por tanto, en Inglaterra y a impulsos de un mecenas inglés. Pero si en torno a las mismas fechas la obra estaba suscitando en España un cierto interés crítico era precisamente como eco directo (también en Mayans) de las opiniones que de mucho atrás venían discutiéndose en Francia. La reciente adaptación por Lesage del Quijote de Avellaneda había llevado allí, en línea con planteamientos como los de un Pierre Perrault, a valorar a veces la continuación apócrifa por encima del original cervantino. Blas de Nasarre y Agustín de Montiano alentaron en particular el disparate, reimprimiendo en 1732 el potingue avellanesco y proclamándolo "exento de los defectos en que incurrió Cervantes", y fueron pronto premiados con la elección a la Real Academia Española.

La conquista de un gran público

En 1738, otro de los partidarios de Avellaneda, Diego de Torres Villarroel, definía bien la situación al señalar que "aunque (el Quijote) tiene tanto lugar en la estimación de nuestros nacionales (...) todavía les agrada más a los naturales de los reinos extranjeros". Es cierto: en los siglos XVII y XVIII, tanto las ediciones inglesas como las francesas superan largamente en número a las españolas.

A raíz de su publicación, a finales de 1604, el Quijote había tenido un éxito considerable, pero no tan espectacular como a veces se imagina. El dueño de los derechos para el reino de Castilla, Francisco de Robles, reeditó la Primera parte en 1605 y en 1608, con lo que llegaría en total a unos cinco mil ejemplares (cada uno, desde luego, con varios lectores y bastantes más oyentes); pero en 1623 aún no había agotado los de 1608 y en el almacén le quedaban casi 400 de la única tirada de la Segunda parte (1615).

Postergada durante dos decenios, la novela cervantina no retorna al mercado sino en 1636, en Madrid, donde se reimprime cuatro veces hasta 1668. En ese año, no obstante, el texto a palo seco de las ediciones madrileñas parecía ya una antigualla, desplazada por el nuevo modelo que desde los Países Bajos se propagó universalmente a partir de 1662: el Quijote ilustrado "con estampas muy donosas". A ese patrón se plegó la decena de impresiones españolas que entre 1674 y 1750 intentaron sustituir a las flamencas copiándoles los grabados de manera cada vez más tosca y elemental, pero decisiva para la difusión de la obra.

Con todo, de producto que era para aficionados de alguna holgura económica, el Quijote no se vuelve verdaderamente popular en España hasta que el barcelonés Juan Jolis importa en 1755 otra fórmula de más allá de los Pirineos: la edición de bolsillo, en cuatro tomitos, para que pueda llevarse siempre uno "en el paseo o en el campo". La iniciativa fue seguida en Madrid y tuvo un éxito ahora sí arrollador: en una u otra de las versiones paperback, en los treinta años siguientes el Quijote se consagra al fin como el más querido y más vendido de los libros españoles. Editores y lectores lo han impuesto como un clásico de hecho.

De "borrón" a "lustre"

De derecho, la cuestión estaba menos clara. Una de las razones para que los literatos indígenas miraran el Quijote con recelo era justamente el entusiasmo que despertaba entre los extranjeros porque lo entendían como una sátira de vicios característicamente españoles. "Esto -se deploraba en 1750- no es fortuna ni honroso título de la Nación": "más es borrón que lustre". Pero ese mismo entusiasmo tendía por otra parte a espolear el amor propio y la desazón de no haber prestado a la obra el trato distinguido que se le concedía fuera.

En especial, la gran edición de Lord Carteret era una espina clavada en los ánimos más lúcidos. Quien primero procuró quitársela parece haber sido el marqués de la Ensenada, que en 1752 proyectaba reeditar el Quijote "de forma que en la letra, papel, láminas y demás circunstancias de la impresión no ceda a la de Londres, y aun aventaje si fuere posible", saliendo también "más correcta y conforme al original". El proyecto naufragó con Ensenada, y tampoco llegaron a buen puerto otros conatos de alzar el libro a un nivel superior al de las divulgadísimas ediciones "de surtido". El doble objetivo se cumplió sólo eficazmente cuando más de veinte años después la Real Academia Española se resolvió a "hacer una impresión correcta y magnífica del Don Quijote", que vio la luz en 1780.

Los académicos comenzaron y concluyeron la tarea en competencia con dos ediciones inglesas: confesadamente, "la costosa y magnífica hecha en Londres"; a las calladas, la que John Bowle preparaba "con todos los honores de un autor clásico", y señaladamente con abundancia de explicaciones para "interpretar y facilitar la inteligencia de los pasajes obscuros". La apuesta londinense la ganaron gracias al valioso prólogo de Vicente de los Ríos, a la notable depuración a que sometieron el texto de la novela y sobre todo a la espléndida tipografía con que la vistió Joaquín Ibarra. El otro propósito no se sintieron con fuerzas para acometerlo y cedieron a Bowle, modesto pastor de una iglesia rural, la palma de ser el primero en publicar un Quijote anotado (Salisbury, 1782), con más de trescientas sabias páginas de escolios que en muchos casos nadie ha llevado más allá de donde él los dejó.

Hacia 1730, a Feijoo no se le pasaba por la cabeza mencionar siquiera a Cervantes entre las "Glorias de España", mientras la Academia, en su mejor diccionario, lo revolvía con mil baratijas. En 1750, la exaltación del Quijote en el extranjero se había contemplado como un desdoro en la medida en que la obra se prestaba a "ridiculizar la nación" y porque implicaba el reverso negativo que Cadalso tomaría luego de Montesquieu: que el único libro español bueno era el que se reía de todos los demás. Por el contrario, cuando tras el proceso de Olavide arreciaron las críticas transpirenaicas de la cultura y la vida españolas, la mejor baza para rebatir los "Que doit-on à l'Espagne?" era (como se escribe en los preliminares académicos) el "aplauso y estimación" del Quijote "entre las naciones cultas". En 1780, el Quijote de la Academia, que venía a sancionar el dictamen de un público español vastísimo y de los mejores "apasionados" y estudiosos del resto de Europa, era también una apología "por la España y su mérito literario".

Francisco Rico, de la Accademia dei Lincei, es filólogo e historiador.

Don Quijote y Sancho Panza vistos por Honoré Daumier (1808-1879).
Don Quijote y Sancho Panza vistos por Honoré Daumier (1808-1879).

CERVANTES

1547. Miguel de Cervantes Saavedra es bautizado en Alcalá de Henares el 9 de octubre.

1569. Cervantes se traslada a Roma.

1570. Ingresa en el Ejército, y en 1571 participa en la batalla de Lepanto.

1575. Su barco es apresado por corsarios berberiscos y conducido a Argel.

1580. Es rescatado de su cautiverio por los Padres Trinitarios.

1587. Es nombrado comisario de abastos para proveer las galeras reales de la Armada Invencible.

1592. Fue encarcelado en Castro del Río (Córdoba).

1597. Vuelve a la cárcel en Sevilla.

1604. Vive en Valladolid con su mujer, hija y hermanas.

1605. Publica la primera parte del Quijote. Estancia en la cárcel de Valladolid.

1613. Ingresa como novicio en la orden tercera de San Francisco.

1615. Aparece la segunda parte del Quijote.

1616. El 23 de abril muere en Madrid en la calle del León.

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