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Los cinco minutos de Juan Pablo II

Cuando recuerdo a Juan Pablo II, lo que me surge es sobre todo un incidente en su vida que no tardó más que cinco minutos. Aquellos minutos no tienen nada que ver directamente con lo que más lo caracteriza a lo largo de su vasta carrera: no se trata de su rol decisivo en derrumbar la muralla de Berlín; ni de aquellas plegarias -las primeras de un Papa- en una sinagoga y una mezquita y una iglesia luterana; ni tampoco su crítica a la invasión de Irak o su antagonismo a las fuerzas más progresistas de su Iglesia. Aquello que me viene a la memoria, y que resume para mí tanto el carisma como las contradicciones de su largo reinado, fue un diálogo que sostuvo en abril de 1987, exactamente 18 años antes de su propia muerte, con cien mil jóvenes chilenos en el Estadio Nacional de Santiago en los tiempos en que el general Pinochet malgobernaba mi país.

Me encontraba todavía exiliado en esa época, pero he recogido de múltiples participantes los vaivenes de ese intercambio verbal que Juan Pablo II mantuvo con aquellos adolescentes que, debido a su visita, por fin tenían una coyuntura para manifestarse abiertamente en un país que los había ignorado durante tantos años.

Pese a que el Papa había aparecido fotografiado con el dictador en el balcón del Palacio Presidencial, la juventud de Chile abrazó fervorosamente el mensaje de paz que el Supremo Pontífice traía al país. De manera que cuando Juan Pablo II les preguntó, en un excelente castellano, si renunciaban a los demonios de la avaricia, la respuesta fue un sí estrepitoso, y cuando los volvió a interpelar, si acaso estaban dipuestos a renunciar también a los demonios de la violencia, el sí que se escuchó fue aún más ensordecedor. Y fue entonces que el jefe de la Iglesia católica se entusiasmó, puede haberse equivocado al no darse cuenta de cómo habían sobrevivido la represión aquellos febriles adolescentes. Puesto que quiso saber si la multitud de jóvenes estaba pronta a renunciar a los demonios del sexo y sobre ese punto tampoco hubo, según me cuentan, la menor vacilación. Desde adentro de los genitales y la sangre galopante de esos cien mil cuerpos, desde lo más profundo de las cien mil gargantas, se oyó un no irrevocable y categórico.

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No es extraña tan unánime respuesta. En una patria donde no tenían trabajo; donde el temor era su maestro y la educación, un desastre; donde el espacio público se mantenía bajo el control de fuerzas armadas rígidas y censurantes, esos jóvenes habían logrado amparar una sola zona íntima que podían llamar plenamente suya. Ésa era su transitoria identidad, su placer contra la muerte: el amor carnal, el contacto con el otro, la otra, el susurro de las manos mutuas en la oscuridad. Y no estaban dispuestos a entregarle su canto de libertad a nadie. Ni a sus padres, ni a sus profesores, ni a su Gobierno. Y tampoco, por mucho que lo idolatraran, al Papa.

Y ahí estaban yuxtapuestos, en aquellos mínimos cinco minutos, los dos lados de un único Papa, la paradoja central de su existencia. La misma voz que sistemáticamente rechazaba la violencia que amenaza con asolar a la humanidad, que deploraba la insaciable búsqueda de ganancias que devora a los pobres del planeta, que requería de los poderosos que fueran los guardianes de los pájaros y las aguas y los débiles y los extraviados y los niños, sí, esa voz también provenía de un hombre que era incapaz de manejar con madurez nada que tuviera que ver con la sexualidad humana, un hombre ciego para enfrentar los deseos y las apetencias que fluyen gloriosa y confusamente desde aquellas comarcas que existen de nuestra cintura para abajo. El mismo Papa que defendía el derecho de todos nosotros a elegir democráticamente a nuestros gobernantes (aunque él fue autoritario adentro de su propia Iglesia, particularmente en América Latina, donde frenó el desarrollo de la teología de la liberación) no podía entender que esa democracia tenía que incluir necesariamente el derecho a seleccionar cómo hemos de amar y cómo nos vamos a reproducir y con quién y cuándo y por qué.

Qué lástima que el Papa se haya creído el cuento de que era infalible. Podría haber aprendido algo de los cien mil hombres jóvenes y mujercitas vehementes que ardían por unirse a Dios y a la vez se incendiaban de ganas por juntarse con la piel y los labios y el calor de su muy humana y sumamente vecina pareja. Fue una oportunidad perdida. En esas respuestas discordantes, aquellas voces que decían que sí y aquellas voces que después clamaron que no, en esa vocación por luchar en contra de la injusticia y aquella simultánea certeza de esos jóvenes desamparados de que no podían aceptar el juicio papal de que el sexo fuera un demonio o que el cuerpo pudiese sobrevivir en la soledad, Juan Pablo II perdió una ocasión maravillosa para verse y reconocerse en el imperfecto espejo del amor que le entregaron como un regalo de bienvenida y despedida en aquel estadio bajo los Andes.

Ariel Dorfman es escritor chileno. Su último libro es Memorias del desierto.

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